´GUÍA N°4 PLAN LECTOR OCTAVO
GUÍA N°4 PLAN LECTOR OCTAVO.
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INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO
HARRY-JACQUELINE KENNEDY
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Fecha: 20/04/2020 |
Guía
de aprendizaje por núcleos temáticos No 4 |
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Docente (s): |
Nayive Melo Duque |
Grados: |
8° |
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Año: |
2021 |
Período: |
2° |
Núcleo Temático: |
Plan lector |
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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos de
grado: |
Desarrollar actitudes de empatía y
reflexionar sobre la diferencia y su aceptación. |
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1. Formulo hipótesis de comprensión acerca de las obras
literarias que leo, teniendo en cuenta: género, temática. Época y región. 2. Establezco relaciones de semejanza y diferencia entre
los diversos capítulos del libro. 3. Escribo textos formales teniendo aspectos como la
coherencia, cohesión y signos de puntuación. |
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Indicadores de desempeño: |
1.
Realiza
producciones escritas utilizando los campos semánticos y reglas ortográficas
de los signos de puntuación. 2.
Reconoce el
valor de la lectura y realiza ejercicios de comprensión a través de los textos
de plan lector. 3.
Diferencia y
relaciona los conceptos de empatía y discriminación de acuerdo a la narración
del libro. |
Introducción:
“Uno de los mayores y más
valiosos aprendizajes que pudo obtener el hombre fue haber aprendido a leer”.
Estimado
estudiante:
Espero
que con esta guía queden claros los diversos conceptos como. Empatía, relación
de familia, enfermedad, compañía, indiferencia, discriminación. Aceptación y
demás…
Espero
el libro haya sido de gran conocimiento y de ser compasivo con el otro que esté
afrontando una situación similar a la de Ezequiel.
Espero
desarrolles las actividades propuestas de una forma consciente y te animes a
participar activamente en las clases virtuales.
Si
te surge alguna inquietud, no dudes en acudir que estaré atenta en ayudarte.
No olvides que, tus profes, te queremos mucho.
Un abrazo gigantesco para ti y tu familia.
XXI
Un par de días antes de Navidad nos fuimos al campo.
Pasamos Nochebuena solos con la abuela. Para fin de año
llegaron algunos de mis tíos y Ezequiel.
Yo estaba feliz, al haber tanta gente era mucho más
fácil poder pasar el tiempo charlando con Ezequiel. Ya no tenía dudas, me
sentía bien con él. Disfrutaba de su compañía.
Esos cuatro días caminamos por el campo, cabalgamos, hablamos
sentados a la sombra de un sauce llorón.
Una de esas tardes lo estaba ayudando a preparar café,
cuando se rompió una taza que le cortó la mano. Me quedé inmóvil y Ezequiel
también. Miraba la sangre y la taza, y en ese momento pensé en Mariano y si
tendría razón. Creo que Ezequiel percibió mi miedo, pero nunca me hizo ningún
comentario al respecto.
Ese fin de año fue la primera vez que me dejaron tomar
alcohol, una copa de champagne en el brindis de las doce.
Recuerdo esos días con sumo placer.
Cuando se fue Ezequiel y nos quedamos solos mis padres,
la abuela y yo, ya había tomado la determinación de hacer algo para verlo más,
no sabía qué, ni cómo. Lo que sí sabía es que fuera lo que fuera que me
acercaba a Ezequiel, el misterio, la curiosidad o lo que fuera, era un vínculo
auténtico, verdadero.
Y tenía que encontrar la forma de que no se rompiera.
XXII
Pasó todo el verano sin que se me ocurriera nada.
En marzo tendría la respuesta.
Nosotros volvimos del campo una semana antes de las clases, lo primero que hice al llegar fue
llamar a Mariano. Quería que me contara cómo le había ido en sus vacaciones y
con María Eugenia. Llamé varias veces a su casa y nunca pude dar con él,
tampoco contestó a mis llamados. Eso me extrañó muchísimo. Habitualmente,
después del colegio, nos hablábamos por teléfono, rara vez no lo hacíamos. Y
esa vez que hacía tres meses que no nos veíamos, no me contestaba.
No encontraba explicación, pero esa semana mi madre me
pidió que la ayudara con la casa, y con el jardín, su obsesión, que después de
tanta ausencia suya estaba bastante deteriorado, y creí que a Mariano podía
sucederle algo similar.
Esperaba el primer día de clases con ansia, eran tantas
las cosas que tenía para contarle.
Llegué muy temprano al colegio y me quedé en la puerta
esperándolo. Lo vi llegar, desde lejos, de la mano de María Eugenia, y me
alegré por él. Cuando llegó a mi lado me saludó con un «hola» frío e
impersonal. Pasó caminando casi sin mirarme y fue a buscar un lugar al lado de
María Eugenia.
Todos mis compañeros estaban extrañados, nos habíamos
sentados juntos todos los años anteriores y ahora yo me sentaba solo, a tres
bancos de distancia. Me evitó en todos los recreos. Yo no salía de mi asombro.
Hasta que me di cuenta de que me estaba haciendo pagar «mi culpa».
Yo era el hermano del sidoso.
* * *
Al volver a mi casa me encerré en mi cuarto a llorar
toda la tarde. Esa iba a ser la primera de las muchas muestras de intolerancia
que recibiría durante lo que le quedaba de vida a Ezequiel.
No podía entender la actitud de Mariano, y no tenía el
valor de ir a pedirle explicaciones. En los entrenamientos y en educación
física, evitaba tocarme. El hecho de pensar que lo vería ignorarme durante todo
el año escolar, los entrenamientos de rugby y el colegio secundario (en el
colegio que habían estudiado nuestras familias desde el jardín de infantes
hasta el secundario, nuestros padres formaban parte de la asociación de
ex-alumnos) me partía el alma.
Mariano había sido mi único amigo desde que tenía
memoria, había sido mi confidente y yo el suyo. Que ahora me diera la espalda
era algo que no podía comprender. Me sentía solo.
Definitivamente solo.
Las primeras semanas de clase se me hicieron eternas,
el hecho de pensar en estar sentado solo, y pasar los recreos sin Mariano me
angustiaba profundamente. En mi casa me preguntaban qué pasaba con Mariano que
ya no venía como antes, y yo lo explicaba gracias a su relación con María
Eugenia.
A principios de abril logré sobreponerme a la situación
y armarme una coraza para que pareciera que no me importara. Los demás chicos
de la clase nos habían preguntado que había pasado entre nosotros, y los dos,
cada uno por su lado contestamos lo mismo, que nos habíamos peleado. Debo
reconocer que en ese momento, a pesar de que sabía cómo había impactado en él
la enfermedad de Ezequiel, a tal punto de terminar nuestra relación, valoré ese
pequeño gesto, que entendí como un homenaje a lo que había sido nuestra amistad,
no revelar los verdaderos motivos de la distancia.
Con el tiempo comprendí que no me hacía ningún favor,
que no debía agradecerle nada, que la enfermedad de Ezequiel no era algo
vergonzante. Pero a esa edad y con el sentimiento de soledad que experimentaba,
no lo hubiese resistido.
* * *
Gracias a eso tomé la mejor decisión, la más adulta que
he tomado en mi vida. Cambiarme de colegio.
Decidí ir al Nacional Buenos Aires, el único colegio lo
suficientemente prestigioso, además del que iba, que mi familia toleraría.
Convencer a mi padre me costó mucho, pero su padre
había egresado de allí, con medalla de oro, y parte del prestigio familiar
había pasado por sus aulas. Después de semanas de súplicas y argumentaciones,
logré convencerlo; y nos pusimos a buscar el mejor instituto para preparar mi
examen de ingreso.
Mi padre me advirtió que el ingreso era serio, que era
mucho lo que había en juego, mucho lo que estudiar, que tendría que dejar rugby
(que era una de las cosas que yo quería, un lugar donde evitar a Mariano) y que
no toleraría «bajo ningún concepto» mi fracaso.
Encontramos el instituto, el mejor, el más caro, (para
mi padre esos dos conceptos son sinónimos), y me inscribí.
El instituto quedaba a cinco minutos de viaje de la
casa de Ezequiel.
XXIII
Cuando murió Ezequiel descubrí que la tristeza me
quedaba bien. Que tal vez era mi estado natural.
Comencé a usar ropa negra, a leer poetas malditos.
Todos los días me recitaba un poema de Rimbaud que dice: «Hay, en fin cuando
uno tiene hambre y sed, alguien que os expulsa».
Mis compañeros de curso también tenían, por momentos,
un aire triste o melancólico. Quizás la adolescencia sea en sí una etapa
triste. El dolor de dejar atrás la niñez para convertirse en algo que ya somos
(hombres, mujeres) sólo virtualmente. Realmente, no lo sé.
Lo que sé es que la tristeza de ellos iba y venía; la
mía parecía estar cosida a mis pies. Como una carga de siglos sobre mi espalda.
En las reuniones ellos reían y se divertían, yo en
cambio me quedaba parado en un rincón, con un aire perdido, como si no supiera
divertirme. Como si no supiera cómo pasarla bien.
La tristeza.
XXIV
En mayo comenzó la preparación en el instituto. Asistía
lunes, miércoles y viernes por la tarde; dejé definitivamente rugby, y empecé a
viajar solo y a disponer de más tiempo para mí.
Mis padres, en especial mi padre, se deshicieron en
recomendaciones. Si bien ya soñaban con mi egreso triunfal del Nacional Buenos
Aires, y yo aún no había ingresado, por otro lado no les gustaba nada esa
libertad que tendría, ni la posibilidad de que anduviera por la calle. Al
principio querían ir a buscarme a la salida, pero mi madre estaba haciendo uno
de sus innumerables cursos, aquel era de pintura sobre madera, y para mi padre
representaba perder alrededor de dos horas (sagradas) de su trabajo. Cuando se
dieron cuenta que no había otro remedio, accedieron a dejarme viajar solo.
Lo que yo quería era alejarme lo más posible de San
Isidro, evitar la posibilidad de cruzarme con Mariano y que éste me ignorara.
Para mí el instituto fue un enorme descubrimiento, el
primero de todos los que vendrían después. El hecho de encontrarme con tantos
chicos de mi edad de distintos sectores sociales, que vivían en distintos
barrios, esa cosa en definitiva tan insignificante para cualquier otro chico,
me maravillaba. No teníamos mucho tiempo para charlar, las clases eran bastante
exigentes, aunque a mí, ya fue dicho, me gustaba estudiar y no tuve mayores
problemas, no me sobraba el tiempo para relacionarme con los demás. Igual,
disfrutaba mucho sabiendo que estaba rodeado de desconocidos.
Pensándolo ahora, veo que era más mi temor al
desengaño, luego de lo que había pasado con Mariano, que otra cosa. Si no trabé
amistad con ninguno de los demás no fue por falta de tiempo, sino por miedo.
* * *
El veintiuno de julio, al comienzo del invierno,
Ezequiel tuvo la primera crisis, de todas las que tuvo durante su enfermedad.
Enfermó de neumonía, estuvo bastante delicado, diez
días de internación de los que salió con la prescripción médica de tomar AZT y
sin trabajo.
Ezequiel trabajaba en un estudio de diseño gráfico
desde hacía dos años. En el momento de la internación, en su trabajo se
enteraron de su enfermedad y lo echaron. Argumentaron razones presupuestarias,
Ezequiel no les creyó; después de la experiencia con Mariano yo tampoco.
Unos días después de la salida de la clínica de
Ezequiel, vino la abuela a casa a charlar con mi padre. La abuela quería que
papá se llevara a Ezequiel a trabajar a su oficina. Mi padre sostenía que no
era necesario que Ezequiel trabajara, que podría venir a vivir a casa como
antes y sin rencores; y por otra parte sostenía que era lógico que se quedara
sin trabajo, que él como empleador tampoco tomaría riesgos si un empleado suyo
tuviera SIDA, hay que pensar en los demás, decía.
XXV
Cuando empezó a tomar AZT, Ezequiel se vio obligado a
llevar una dieta sana y a realizar ejercicios, para contrarrestar los efectos
de la droga.
Todos los días salía con Sacha a realizar largas
caminatas, y esas caminatas lo llevaban lunes, miércoles y viernes, a la puerta
del instituto donde yo estudiaba.
La primera vez que lo vi parado en la puerta
esperándome, me temblaron las rodillas, a mí no se me había permitido ir a
verle a la clínica, es más, hacía más de tres meses que no nos veíamos, si bien
yo estaba enterado de todo lo que pasaba, había desarrollado un sexto sentido
para escuchar a mis padres cuando hablaban de él, y además la abuela, siempre
la abuela, me contaba. Me sentía en falta por no haberlo visitado.
—No me dejaron ir a verte —le dije sin saludarlo
siquiera.
Ezequiel sonrió, tenía una sonrisa apagada, todo él
estaba apagado, no era ya la persona luminosa de antes. Estaba asustado, algo
de lo que no me di cuenta hasta que fue tarde.
—Ya sé, no importa. La abuela siempre me manda saludos
tuyos. ¿No te molesta que te venga a buscar?
Le contesté que no, por supuesto. Esa primera vez y las
siguientes nos limitamos a caminar en silencio hasta la parada del colectivo,
con Sacha correteando entre ambos.
A la segunda semana, Sacha ya saltaba para recibirme
apenas ponía un pie fuera del instituto. Lo cual me hizo ganar la simpatía de
muchos de mis compañeros.
Sacha nos daba tema de conversación. Yo no me animaba a
preguntarle de su enfermedad, ni de su dieta, entonces le preguntaba sobre la
dieta de Sacha. Ezequiel me contaba qué le daba de comer y cómo la cuidaba, de
los libros que había leído para cuidarla bien. Se lo tomaba todo con absoluta
seriedad, sabía muchísimas cosas de los perros del ártico, su historia, sus
costumbres, y sus diferencias con los perros de origen europeo.
Hablando de ella fue que un día me dijo:
—Uno de los motivos porque quiero tanto a este perro es
por sus ojos. Desde que estoy enfermo la gente me mira de distintas maneras. En
los ojos de algunos veo temor, en los de otros, intolerancia. En los de la
abuela veo lástima. En los de papá enojo y vergüenza. En los de mamá miedo y
reproche. En tus ojos curiosidad y misterio, a menos que creas que mi
enfermedad no tiene nada que ver con que estemos juntos en este momento. Los
únicos ojos que me miran igual, en los únicos ojos que me veo como soy, no
importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de mi perro. En los ojos de
Sacha.
XXVI
Ezequiel me pidió que yo cuidara a Sacha antes de su
última internación, la definitiva. Lo llevé a casa, traté de cuidarlo tan bien
como él, de llevarlo a caminar todos los días. Pero en mi casa en esos días
todos estábamos muy nerviosos, Sacha también. Rompió varias de las plantas de
hierbas de mamá y terminó en el campo de la abuela. Yo rogué, lloré e imploré,
fue inútil. Ezequiel todavía no había muerto y a mí se me negaba cumplir con
una de sus últimas voluntades.
Nos pusimos de acuerdo en que nadie se lo diría,
Ezequiel nos preguntaba por Sacha cada vez que nos veía, nosotros le
contestábamos que estaba bien. A pesar de tranquilizarlo a él, nadie pudo
tranquilizar el daño que produjo en mi conciencia el tener que mentirle a mi
hermano moribundo.
XXVII
Los paseos al salir del instituto se hacían cada día
más largos, aunque yo me demorara cada vez más, en casa a nadie parecía
importarle.
Después de mi viaje de fin de curso, algunas de
nuestras caminatas terminaban en su casa. Yo no visitaba su departamento desde
que fui a pedirle explicaciones, y esa vez no tuve demasiado tiempo para
prestar atención a nada.
La primera vez que llegué allí acompañado por él,
descubrí su biblioteca. Tenía libros de diseño gráfico, fotografía y de
literatura. Le gustaba especialmente la ciencia ficción y el fantasy. Me prestó El señor de los
anillos y puso a mi disposición cualquiera de sus libros.
Me contó, al preguntarle por la cantidad de libros de
fotografía que tenía, que le gustaba mucho sacar fotos.
Siguiendo con mi inspección al lado de su cama encontré
un chelo.
— ¿Desde cuándo tocas el chelo? —le pregunté sin salir
de mi asombro.
—Lo compré hace cuatro años. Estudié un año y dejé. El
año pasado volví a estudiar.
¿El año pasado? Me parecía extraño, el año anterior se
había enterado que tenía SIDA, y se había puesto a estudiar chelo…
Me miró y sonrió.
—Mira, lo único cierto que sabemos todos de la vida es
que nos vamos a morir. Y lo único incierto es el momento. Digamos que al
enterarme que lo incierto avanza sobre lo cierto, me propuse no morirme hasta
no poder tocar la Suite No. 1 en Sol mayor de Bach.
Y se rio.
* * *
Guardé El señor de los anillos en mi mochila, le pedí
que hiciera ruido, para que en mi casa creyeran que hablaba desde un teléfono
público, y llamé para decir que me había demorado en la casa de un compañero,
para ponerme al día con lo que habían visto mientras estaba de viaje de fin de
curso. Ezequiel se rió mucho ruando corté y apostó a que no me iban a creer, y
que aunque me creyeran mis excusas no servirían de nada. Tuvo razón.
En la parada del colectivo le comenté que estaba
sorprendido de que sacara fotos y tocara el chelo y yo no lo supiera.
—Uno nunca termina de conocer del todo a las personas
—me dijo—, ni aún a las más cercanas, padre, madre, hermanos, hermanas, marido,
mujer. Siempre hay una zona de cada uno que permanece a oscuras, alejada por
completo de los demás. Una zona de pensamientos, de sentimientos, de
actividades, de cualquier cosa. Pero siempre hay un lugar de nosotros en el que
no dejamos que entre nadie más. Yo creo que eso es lo que hace a las relaciones
con los demás tan interesantes, esa certeza que, aunque nos lo propongamos,
nunca los vamos a conocer del todo.
XXVIII
Cuando llegué a casa, me recibieron con un sermón de
órdago. Que quién me creía yo para ir a la casa de desconocidos sin permiso,
que en qué cabeza cabe, y otras expresiones de las que caben en cualquier
repertorio paternal.
Era la primera vez que me retaban y no me importaba
mayormente, tal vez estaba creciendo, tal vez me estaba haciendo inmune a los
retos, no sé. Lo único seguro es que estaba disfrutando a mi hermano y esta vez
no pensaba dejar que me quitaran ese placer.
Estaba dispuesto a mentir, a planificar mis
actividades, para verlo contra viento y marea.
Creo que esa fue la única, auténtica rebeldía que me
permití en mi vida.
* * *
Me sumergí en la lectura de El señor de los anillos,
que a pesar de tener alrededor de 500 páginas, leí en una semana. Era el primer
libro largo que leía, después me prestó el tomo II y el III. Los leí con igual
voracidad.
Ezequiel era un gran lector, y me recomendaba libros
con gran tino.
—No importa si los entendés, o no; si te gustan déjate
llevar por las palabras, que sean como música en tus oídos —me decía.
En todos los libros que me prestaba yo trataba de
encontrar sus rastros, el por qué le habían gustado. Tantas veces me
desilusioné con gente que me prestaba o recomendaba libros que no me gustaban.
Siempre, lo primero que busco en los libros son las huellas del otro, del que
me los alcanza.
Los libros habían sido importantes en mi vida, y el
poder compartirlos con él le daba un nuevo significado a nuestra relación.
* * *
Un sábado a la tarde estaba en mi cuarto leyendo Un
mago de Terramar, uno de los tantos libros que me prestaba Ezequiel. Lo
recuerdo porque estaba anotando una frase, en ese época tomé la costumbre de
anotar las frases de los libros que me gustan en una libreta, una frase que
decía: «Para oír, hay que callar». No sé por qué me gustó tanto. Aún hoy, que
conservo la libreta, puedo leerla con mi letra temblorosa de entonces.
A pesar de que tenía la puerta cerrada mi padre entró
en la habitación.
—Últimamente estás muy lector, y hace mucho que no
jugamos al ajedrez —no había ningún reproche en su voz, era su forma de
invitarme, yo lo sabía, él no podía de otra manera.
Bajamos la escalera hasta su estudio. Cuando estaba
sacando el tablero le pregunté:
— ¿Tenés la Suite No. 1 de chelo, de Bach?
Me miró de arriba abajo sorprendido.
—Yo sabía que iba a lograr que te guste la buena música
—y remarcó la palabra buena. Me explicó orgulloso que tenía varias versiones,
que podía elegir cuál quería escuchar y que si yo tenía ganas podía explicar,
mientras las escuchábamos las diferencias entre ellas. Me propuso un montón de
cosas más. Rezumaba erudición.
—Elegí la que más te guste a vos, y no digas nada —le
dije—. Para oír, hay que callar.
XXIX
En noviembre Ezequiel vino a buscarme por última vez.
Ya terminaba el curso del instituto, lo que significaba el fin de nuestras
caminatas.
Caminábamos hablando de libros y de autores, me sentía
definitivamente importante, teniendo un tema en común con él.
Clara, la librera, me había recomendado un par de
libros para Ezequiel y logré sorprenderlo (una cosa más para incluir en mi
lista de agradecimientos para ella).
Ezequiel me recomendó que mirara Blade Runner, yo me
ufanaba de haberle regalado libros de autores que él no había leído, Sacha
corría alrededor nuestro. De repente se levantó una tormenta. Era una con todas
las de la ley, corrimos para guarecernos. No podíamos entrar a un bar a esperar
que pasara, no nos dejarían con el perro, y nos costó bastante trabajo
encontrar un techo que nos protegiera.
Cuando lo encontramos estábamos empapados.
—Me parece que ya no tiene sentido protegernos —dijo
Ezequiel.
Yo estaba asombrado por lo violento de la tormenta, lo
rápido que se había desatado y porque en calles que antes estaban llenas de
gente, en ese momento no se veía un alma. Las
ventanas de las casas estaban cerradas. Se lo comenté.
Él se quedó serio un rato y luego dijo:
—El SIDA es como una tormenta, nadie quiere sacar la
cabeza para ver qué hay afuera.
XXX
Ese fin de año lo pasamos en casa. Mamá había preparado
el menú, desde principios de mes. Una semana antes ya estaba cocinando (evitó
el pollo con hierbas). Uno de los motivos de celebración era mi ingreso al
Nacional Buenos Aires.
Cuando llegó el 31 de diciembre todo parecía estar en
orden, mi madre no había dejado ningún detalle librado al azar. Todo estaba
planificado.
Al llegar Ezequiel, sólo con verlo, me di cuenta de que
hay cosas que no se pueden prever. Había adelgazado mucho desde la última vez
que estuvimos juntos, poco más que un mes atrás, su mirada no tenía brillo, se
lo veía débil. Y él lo sabía.
Mis padres, como siempre, se empeñaron en hacer de
cuenta que nada sucedía. Pero la verdad era tan evidente, que por primera vez
les agradecí sus esfuerzos vanos.
Comimos en silencio. Cada vez que alguien intentaba
entablar una conversación, se interrumpía a sí mismo, aún dejando la frase por
la mitad.
Esta vez no era yo solo el que veía la sombra del ave
de rapiña volando en círculos sobre la mesa familiar.
Terminamos de comer pasadas las once. El tiempo que
pasó hasta el momento del brindis fue eterno.
Fue la segunda vez que tomé champagne. En el momento de
las doce campanadas, toda la familia levantó sus copas. Pero ¿cómo desearle
feliz año a alguien que probablemente no lo termine?
Me acerqué a Ezequiel y le dije un «te quiero» apenas
susurrado. Él me abrazó y me dijo: «Yo también».
Era todo lo que necesitaba oír.
XXXI
Pasó el verano, no nos fuimos de vacaciones, sólo unos
días al campo de la abuela, unos pocos días debería decir, no llegaron a ser
diez. Y no vi a Ezequiel hasta marzo. Hablábamos por teléfono casi a diario, ya
no ocultaba mi interés por él. Mis padres lo tomaron con resignación, pero
tampoco estaban dispuestos a dejarme ir a verlo.
En marzo, con el comienzo de clases, volvía a gozar de
una pequeña libertad. En el colegio me anoté en varias actividades extra
curriculares, que me permitían estar más tiempo en la Capital. Mi idea era que
cuanto más tiempo estuviera alejado de San Isidro, más posibilidades tendría de
ver a Ezequiel.
A mediados de marzo volví a su casa. Llegué sin avisar.
Ezequiel estaba trabajando. Desde que lo habían echado del estudio hacía
pequeños trabajos como freelance, y sospecho que la abuela lo ayudaba
económicamente. Jamás se lo pregunté a ninguno de los dos, ni ellos tampoco me
lo comentaron.
Se alegró mucho de verme, lo sé. Estaba más delgado que
la última vez. Su salud estaba muy deteriorada, cualquier germen que estaba por
el aire él se lo agarraba. Tomaba vitaminas y, me contó, había días que no
tenía fuerzas para hacer sus caminatas.
—Sabía que cuando empezaran las clases ibas a volver.
Lo sabía —me dijo—. Te tengo un regalo.
Y me regaló una foto. La foto era en blanco y negro.
Estaba toda oscura, en el centro había una vela iluminando parte de un
pentagrama. El pentagrama estaba en clave de Fa (la clave con la que se toca el
chelo).
Esa vez no necesité preguntarle nada.
XXXII
Una mañana de domingo, por esa época, había ido hasta
el shopping a comprar un libro y me encontré con unos amigos de papá.
—Nos enteramos de lo de Ezequiel —dijeron después de
preguntarme por el colegio, la familia y esas cosas. Bastante incómodo es para
un niño encontrarse con amigos de su padre en un lugar tan impersonal como un
shopping, como para también tener que hablar de cosas tan delicadas como la enfermedad
de su hermano. Me quedé callado.
—Es una enfermedad terrible… —insistieron.
—Si… —balbuceé.
—… la leucemia…
— ¿La… leucemia…?
—Sí claro. Leucemia. La enfermedad de Ezequiel.
Pobrecito.
No recuerdo si les contesté, sé que me fui indignado.
Mis padres, al no poder evitar la evidencia de que Ezequiel se iba a morir,
tuvieron que inventarle una enfermedad. Como si fuera más digno morirse de
leucemia que de SIDA. Como si fuera indigno ser sidoso. Como si en la muerte
hubiera alguna dignidad.
XXXIII
Todos los muertos están solos. Todos.
Ezequiel en el cajón parecía más solo todavía.
Tenía la soledad de los muertos, de todos los muertos,
pero también, la soledad de la muerte joven. La soledad de una muerte negada
por su familia.
Alguien dijo una vez, no sé quién, que el SIDA es como
la guerra, son los padres los que despiden a sus hijos.
Ezequiel no tuvo esa suerte. La abuela y yo solamente
lo acompañamos hasta el final.
Cuando Ezequiel murió, papá estaba de viaje de
negocios.
XXXIV
Una de las tantas tardes que pasé en su casa ese último
año, le hablé de Natalia. Era una compañera del taller de periodismo del
colegio. A mí me fascinaba. No sólo era bella, bella es la palabra justa, no
entraba en los cánones de la hermosura convencional, era inteligente e
irreverente. Tan distinta a todas las chicas que había conocido hasta entonces.
—Sacha, me parece que nuestro joven invitado se nos ha
enamorado —dijo aplaudiendo.
Esa actitud me fastidió.
—No me jodas, Ezequiel. Yo te cuento de una chica que
me gusta. Que no sé qué hacer.
Que tengo miedo a que me rechace y vos me tomás el
pelo.
—Miedo al rechazo… Hermanito, voy a decirte algo, tal
vez lo único que aprendí en mi corta vida. Si la cuerda no fuera delgada, no
tendría gracia caminar por ella.
XXXV
Una semana antes de cumplir los trece, Ezequiel me
pidió que un día antes de mi cumpleaños fuera a su casa, que faltara al colegio
si era necesario, pero que tenía que estar ahí. Le pregunté por qué, ese día me
tocaba taller de periodismo y eso significaba ver a Natalia, se lo expliqué,
insistí.
—Sorpresa, sorpresa —dijo, y no dijo nada más.
Obviamente estuve allí.
Me sirvió té con masas. Charlamos de vaguedades, yo
estaba muy ansioso, quería saber cuál sería el motivo de tanto misterio. De
repente se levantó y trajo el chelo. Se sentó. Y sin decir palabra se puso a
tocar la Suite No. 1 en Sol mayor de Bach.
Yo ya la sabía de memoria, la escuchaba a diario en
diferentes versiones: la de Pablo Casals, la de Lynn Harrell (mi preferida), la
de Rostropovich.
Ahora la escuchaba en la versión de Ezequiel.
Es una pieza tan difícil de tocar bien, que sólo los
grandes chelistas se animan a ejecutarla en público.
Indudablemente la versión de Ezequiel no tenía la
calidad de las versiones que yo conocía, estaba más cerca de ser un ejercicio
de digitación que otra cosa, pero tenía tanto amor en cada nota, tanto
sentimiento. Una Suite de tal complejidad sólo se puede ejecutar bien después
de años de esfuerzo y con mucho talento.
La versión de Ezequiel era puro sentimiento.
Yo no paraba de llorar.
Cuando finalizó nos abrazamos y lloramos juntos.
La semana siguiente lo internaron por última vez.
XXXVI
Los últimos tiempos de Ezequiel, los de su deterioro
físico, son demasiado dolorosos para recordarlos en este momento.
XXXVII
El día del entierro comprendí por qué en las películas
los funerales se filman siempre con lluvia. En el cementerio donde lo
enterraron los pájaros cantaban, había flores, el césped brillaba. Comprendí
que la luz del sol es despiadada, son las sombras las que nos protegen.
Ningún gesto se escapa de la vista de los demás. Ningún
rictus de dolor. Con tanta luz, tanta claridad, era más dramática aún la idea
de la muerte.
XXXVIII
Los últimos días antes de morir, Ezequiel tenía
momentos de lucidez y momentos de delirio. Podía estar hablando normalmente y
de repente perder el hilo de la conversación.
Estaba durmiendo cuando llegué a la habitación, la
abuela aprovechó mi arribo para ir a tomar un café.
Me senté al lado de la cama y le tomé la mano, mientras
se la acariciaba se despertó.
— ¿Sabés? Yo te enseñé a caminar.
—Sí, lo sé.
—Vaya paradoja, yo te acompaño en tus primeros pasos, y
vos me acompañás en los últimos…
—No digas boludeces, Ezequiel.
Sonrió. Cerró los ojos un rato, cuando los volvió a
abrir me dijo:
—He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de
ataque ardiendo sobre el hombro de Orion…
Está delirando otra vez, pensé. Volvió a sonreír, me
apretó la mano. Cerró los ojos y se quedó dormido.
Nunca más los volvió a abrir.
XXXIX
Después que murió Ezequiel nos convertimos durante un
tiempo en una familia de fantasmas. Pasábamos por la casa sin vernos. Sin
hablarnos.
Poco a poco todo fue volviendo a la normalidad. Mi
madre a sus plantas. Mi padre a sus negocios. Y yo, bueno, yo tenía muchas
cuentas que cobrarme con mis padres por su trato a Ezequiel.
Pero no tuve el valor.
Seguí dedicándome al colegio, al estudio y a los
libros.
Ahora, que terminé el colegio (no logré medalla de
oro), me voy a estudiar a una universidad de los Estados Unidos.
No tengo otra forma de irme de aquí.
No sé si voy a volver. Siento que cada vez son menos
las cosas que me atan a este lugar.
XL
Hay una cosa que admiré de Ezequiel. A pesar de todo
nunca perdió el entusiasmo, ni la alegría. Nunca se entregó.
—Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseñan a
vivir. A amar la vida con toda la fuerza que tengas. A mí el SIDA no me quita,
me da ganas de vivir.
XLI
Al mes del entierro de Ezequiel, la abuela vino a
verme.
—Antes de la internación, Ezequiel me pidió que te
diera esto. Y me dio un video casete. Era Blade Runner.
—He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de
ataque ardiendo sobre el hombro de Orion.
Rayos «C» brillando en la oscuridad cerca de
Tannhauser.
Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como
lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
—No sé por qué me salvó la vida. Quizás en los últimos
momentos amó la vida más que nunca. No sólo la suya, la de cualquiera… la mía.
Buscaba las mismas respuestas que buscamos todos. ¿De dónde vengo? ¿A dónde
voy? ¿Cuánto tiempo tengo? Y sólo pude verlo morir.
XLII
Ya amaneció, pasé toda la noche en vela.
Acaba de venir mi madre para avisarme que ya están
listos para ir al aeropuerto.
Recién terminé de afinar el chelo por última vez, nunca
aprendí a tocarlo, ni lo intenté. Pero, tanto en tanto, lo saco de su estuche,
lo limpio y lo afino.
Mi padre me grita que vamos a perder el vuelo. No
importa, hay tiempo. Él es de los que llegan, por las dudas, dos horas antes
del embarque al aeropuerto.
Natalia va a estar en Ezeiza para despedirme. Irá a
verme en dos meses. Nada me gustaría más.
XLIII
Ayer volví, después de tantos años, al río.
El agua, las piedras, los árboles, el viento, son los
mismos.
Yo ya no soy el mismo.
Ya no me pregunto cómo será mi destino.
Le debo a Ezequiel el haberme enseñado que la vida no
es más que eso: Asomar la cabeza, para ver qué pasa afuera, aunque haya
tormenta. Y una Suite de Bach.
ANTONIO SANTA ANA. Nació en 1963 en Buenos Aires, donde vive actualmente con
sus dos hijos. Trabaja desde hace diez años con el Grupo Editorial Norma en
Argentina, donde se ocupa de la edición y circulación de las colecciones
infantiles y juveniles. Antes de vincularse a Norma trabajó durante diez años
en la organización de la Feria del Libro de Buenos Aires y en la editorial
Libros del Quirquincho. Miembro de la comisión directiva de la Asociación de
Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA) y del comité editorial de
la Revista latinoamericana de literatura infantil y juvenil que publica
Fundalectura (seccional de IBBY), Santa Ana ha sido jurado de importantes
concursos literarios y es parte activa de actividades varias en torno a la
literatura.
Santa Ana no es sólo editor sino también autor. Su
libro Los ojos del perro siberiano (1998), sobre la muerte de
Actividades:
1.
Después de haber
culminado de leer el libro, recorta imágenes que hagan referencia a la historia. (de periódicos, revistas, etc… haz un
Collage).
2.
Escribe 10 frases
significativas que hagan alusión al libro, a lo sucedido en la historia. Pueden
ser frases que hablen de respeto, amor a la familia, a la no discriminación, a
la no indiferencia, a la salud.
3.
Realiza un
escrito dirigido a un compañero de 7°, en ese escrito debes expresar cómo te
pareció el libro, qué detalles fueron los más importantes, describe un poco la
historia y menciona los aprendizajes que obtuviste frente a esa lectura. Ojo,
en ese escrito la docente debe identificar: conectores, coherencia en las ideas
que expresas, y los signos de puntuación deben estar en el lugar correspondiente.
O sea, debes marcarlos. Para ello, debes consultar su forma adecuada de
emplearlos.
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