GUÍA DE REPASO- DIAGNÓSTICA 8°
GUÍA DE REPASO- DIAGNÓSTICA 8°
|
INSTITUCION
EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD
ICFES 050963 // 725473 |
Código: FA 21 Fecha: 20/04/2020 |
Guía de aprendizaje compendio primer y
segundo periodo |
-
Docentes: |
Nayive Melo Duque |
Grado: |
8° |
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Año: |
2021 |
1 |
Núcleo Temático: |
Plan lector. |
---
Objetivo: |
Desarrollar las habilidades comunicativas de lectura,
escritura y expresión oral a través de un proceso integrado, con todos los
temas vistos durante el año lectivo; teniendo como base los lineamientos
curriculares y los estándares básicos de aprendizaje en el área de plan
lector |
Competencias: |
(Cognitiva) Relaciona, identifica,
deduce información para construir el sentido global de un texto. (Procedimental) Prevé el plan
textual, organización de ideas, tipo textual y estrategias discursivas
atendiendo a las necesidades de la producción, en un texto comunicativo
particular. (Actitudinal) Desarrolla con gran
compromiso la propuesta de la guía resumen en forma responsable y puntual. |
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Indicadores de desempeño: |
1.
Reconoce
las características de los personajes del libro: “Querido hijo; estamos en
huelga”. 2.
Realiza
ejercicios que le permiten la práctica y la teoría. 3.
Expresa
desde lo oral y escrito su pensamiento, haciendo uso de un lenguaje
significativo y fluido |
Introducción.
¡Cordial
saludo queridos estudiantes! Es ésta guía resumen, quiero que repases y definas
todos los conceptos más importantes, con éstos temas trabajados durante todo el
año pasado son y serán de gran aporte para afianzar tu aprendizaje en esta guía
tipo diagnóstico. La lectura de la guía es sobre el libro: “Querido hijo;
estamos en huelga” de Jordi Sierra i Fabra.
Quiero
que desarrolles cada actividad con gran empeño, constancia y disciplina.
Recuerda
que eres un ser muy importante para tu familia colegio y sociedad, por ende,
debes demostrarte a ti mismo que haces las cosas con dedicación, entusiasmo y
compromiso.
Sabes
que puedes despejar tus dudas a través de mi WhatsApp 311 447 22 03 y por medio
de los encuentros semanales en Zoom.
Mi
correo es, nayivetareas11@hotmail.com
no olvides escribir en el asunto tu nombre completo y el grado. Y si vas a
enviar las evidencias del trabajo realizado en tu cuaderno, recuerda que debe
ser letra legible, ordenada (a lapicero) y con una excelente ortografía.
Lecturas de
profundización:
E n el momento de abrir los ojos, Felipe se quedó
mirando el techo.
Había una mancha de humedad desde hacía algunas
semanas. Cosas de vivir en el último piso. Lo curioso era que la mancha de
humedad tenía forma de indio, con plumas y todo. Un inmenso penacho. La cara,
de perfil, desde luego pertenecía a un gran jefe. Nariz grande y poderosa, de
patata, labios enormes y ojos penetrantes. Él le llamaba Águila Negra. «Águila»
por las plumas y «Negra» porque la mancha era oscura, y en la penumbra de la habitación
todavía más.
— ¡Jao! —saludó a su compañero.
Águila Negra siguió tal cual.
Felipe se incorporó y miró la hora en el reloj digital
de su mesita de noche.
Las nueve y cuarenta.
¿Las nueve y cuarenta?
¡Las nueve y cuarenta!
No pudo creerlo. Era tardísimo. ¿Por qué su madre no lo
había despertado? Vale, el cole había terminado hacía tres días, pero ella,
como mucho, a las nueve ya le ponía en pie con su batería de argumentos: que si
se le pegaban las sábanas, que si luego se acostumbraba a dormir y en
septiembre le costaría volver a coger los hábitos escolares, que si dormía
mucho perdía demasiadas horas del día, sobre todo las de la mañana que eran las
mejores, que si se pondría fondón, que si…
Fue hacia la ventana, subió la persiana y se asomó al
exterior.
Ah, un día precioso.
Todavía no era verano. Faltaban dos semanas para irse
de vacaciones, pero el día desde luego invitaba a hacer de todo: salir a la
calle, divertirse con los amigos, jugar un partido… Bueno, eso si su madre le
dejaba, porque después de las notas…
Cate en mates.
Cate en lengua.
Las dos a la vez, encima.
La bronca que le habían echado sus padres tres días
antes fue de campeonato. De órdago. De vuelta a los «que si»: que si no lo
aprovechaba, que si sería un burro, que si así no iría a ninguna parte, que si
tendría que recuperar en verano, que si con lo inteligente que era no tenía
sentido que suspendiera, que si era un gandul y un vago, que si se distraía con
el vuelo de una mosca, que si no ponía atención, que si…
—Mira, Felipe —le había dicho su padre—, estudiar es
importante; pero leer, todavía más. Yo no tuve tu suerte, no pude estudiar,
pero leía todo lo que pillaba, y gracias a eso soy lo que soy y estoy donde
estoy.
—Mira, Felipe —le había dicho su madre—. O cambias y te
pones las pilas o un día te arrepentirás, porque ya no habrá vuelta atrás y
serás un pobre sin cultura, que es lo peor que hay.
Bueno, faltaban tres meses para los exámenes de
septiembre. No iba a ponerse ya a estudiar y leer, nada más acabar el cole.
Necesitaba un descanso.
Desconectar.
Esa era la palabra. Los mayores la usaban mucho, ¿no?
Pues él también.
A lo mejor por eso su madre no le había puesto en pie
antes, para que «desconectara».
Tenía que ducharse, lavarse los dientes y vestirse.
Cosas que le daban siempre pereza, pero más en vacaciones. Qué manía con la
ducha. Y qué manía con lo de los dichosos dientes. Total, se le caerían con
setenta u ochenta años, como al abuelo Valerio. Si se los lavaba por la noche,
¿para qué volver a lavárselos por la mañana? ¡No los había usado, por lo tanto
seguían limpios!
Mientras salía de la habitación, hizo memoria.
¡Había quedado con Ángel para jugar al fútbol en el
parque!
Vale, ese sí era un buen plan.
Así que fue a buscar a su madre, que como trabajaba de
traductora en casa, no tenía un horario riguroso ni se pasaba el día en la
calle.
La
gimnasta
Su madre estaba en la terraza de la galería haciendo…
—Mamá, ¿qué haces?
—Pues gimnasia.
Felipe abrió los ojos.
¿Gimnasia?
Su madre tenía cuarenta años, era alta, todo el mundo
decía que muy guapa, ojos grandes, nariz perfecta, cabello largo y negro, buena
figura. Su padre la adoraba. A veces la miraba y le soltaba a él:
—Tienes la madre más preciosa del mundo.
Se querían, claro.
Ahora su madre hacía gimnasia.
Allí, en mitad de la terraza, luciendo un ajustado top
y unos pantaloncitos, a la vista de todo el mundo, porque había casas más altas
que la suya. Se estiraba por aquí, se estiraba por allá, brazos, piernas, hacía
flexiones, inspiraba, soltaba el aire y así una y otra vez.
Agotador.
Y además tan inútil.
Él hacía lo mismo pero jugando al fútbol, y así se
divertía.
— ¿Vas a quedarte ahí mirándome como un pasmarote? —le
soltó de pronto.
Felipe reaccionó.
Solía quedarse absorto.
— ¿Por qué haces gimnasia? —quiso saber.
—Para ponerme en forma, que luego te descuidas y pasa
lo que pasa.
— ¿Qué es lo que pasa?
—Pues que el día menos pensado te empieza a colgar
todo.
— ¿Y a ti cuándo te ha dado por eso?
—Anoche. Me dije: Sonia, es el momento de cambiar. Y
aquí estoy.
No paraba.
Hablaba y se movía. Estiraba las piernas, doblaba el
cuerpo y tocaba el suelo con las palmas de las manos, hacía genuflexiones,
giraba sobre su cintura.
A su madre le pasaba algo.
Cuarenta años. Ya era mayor. La pobre.
— ¿Eso que te ha dado tiene que ver con lo de la
monopausia?
—Meno, no mono —le corrigió—. Menopausia —luego le miró
de soslayo, frunció el ceño y preguntó—: ¿Dónde has oído tú esa palabra si no
lees nada?
—En el cole —pasó por alto su pulla—. Uno dijo que la
Florencia suspendía porque estaba monopúsica… bueno, menopáusica.
— ¡Qué tonterías! —se enfadó ella—. ¡Y qué manera de
faltar el respeto! ¡Sois tontos y encima les echáis la culpa a los demás! —Se
enfadó aún más y agregó—: ¡Y no, no estoy menopáusica! Eso les pasa a las
mujeres mayores cuando dejan de menstruar. Les cambia el carácter un poco, solo
eso. No pasa nada. Forma parte de la vida —el enfado llegó al máximo y gritó—:
¡No digas palabras que no entiendes! ¡Es insultante!
— ¿Entonces estás bien?
— ¡Pues claro que estoy bien! ¡Pesado! ¡Quieres dejarme
en paz, que me
Desconcentras!
—Vale.
Pero no se movió de donde estaba.
Su madre puso cara de fastidio.
— ¿Has desayunado?
—No.
—Pues hala.
Qué raro. No le reñía por haberse levantado tan tarde,
ni le echaba la bronca por no haberse duchado. Más aún: no le preparaba el
desayuno.
Rarísimo.
Desde luego, los mayores estaban locos. Era imposible
entenderlos. Lo que un día era sagrado al otro dejaba de serlo. Se explicaban
fatal.
Iba a tener que hacerse el desayuno él.
La pera.
Fue a la cocina, cogió un tazón, lo llenó de cereales;
luego abrió el frigorífico y tomó la botella de leche. Casi la derramó cuando
se le fue la mano. No dejaba de pensar en su madre haciendo gimnasia.
Una vez desayunado, sin devolver la leche a la nevera,
metió el tazón en el fregadero pero ni tan solo abrió el grifo para remojarlo y
evitar que los restos del cereal se pegaran.
Se asomó a la galería.
Su madre seguía igual.
Qué raro que no le controlara.
Bueno, mejor.
Felipe fue a su habitación para vestirse, pasando de la
ducha y de lavarse los dientes. Con su madre ocupada, seguro que no se daba
cuenta. Se puso los pantalones de deporte y buscó su camiseta favorita, la de
su equipo, para jugar al fútbol con ella.
Pero la camiseta no estaba allí.
Primera alarma
Felipe regresó a la galería muy enfadado.
Se cruzó de brazos y así, en tono amenazador, dijo:
—Mamá, ¿y mi camiseta de fútbol?
—Ah, no lo sé —respondió ella dando saltitos con las
rodillas muy levantadas mientras soltaba aire a pequeños soplidos.
— ¿Cómo que no lo sabes?
Su madre era la reina del control. Aquella era una
respuesta imposible.
— ¿No está en tu cuarto?
— ¡No, y la necesito hoy!
—Pues qué raro.
Ni se inmutaba. A lo suyo. Salto, estiramiento, pierna
por aquí, pierna por allá…
Felipe abrió la boca.
Volvió a cerrarla.
¡Su madre pasaba de él!
Alucinante.
Apretó los puños y, como un toro furioso, se fue
directo al lavadero. Una vez en él revolvió en el cesto de la ropa sucia.
Lo que temía.
Su camiseta estaba allí, en el fondo, sucia, arrugada,
manchada y oliendo fatal.
¡No iba a poder ponérsela!
¿Cómo pretendía ELLA que jugara al fútbol con otra
camiseta?
— ¡Aaah…! —se enfadó aún más.
Regresó a la galería. Su madre se había sentado en el
suelo. Trataba de tocarse la punta de los pies con los brazos extendidos.
Estaba roja por la tensión y el esfuerzo.
— ¡Mamá! —el grito casi la hizo saltar—. ¡Mi camiseta
está sucia!
Ella le miró. No movió ni un músculo.
Solo puso cara de sorpresa, y tampoco mucha.
—Oh, vaya —se encogió de hombros.
— ¿Cómo que « ¡Oh, vaya!» —Felipe no podía creerlo—.
¡Lleva dos días en el cesto!
— ¿Ah, sí?
— ¡No la has lavado! —gritó exasperado.
Ahora sí, su madre puso una cara muy curiosa, como de
desconcierto.
— ¿Yo? —dijo remarcando la «o»—. Pero si la que lava
las cosas es la lavadora. Se lo dije a ella. Lo recuerdo perfectamente.
Su madre debía de llevar mucho rato al sol. Se le había
ablandado el cerebro. O eso o estaba enferma.
— ¿Cómo que… se lo dijiste a la lavadora? —tartamudeó
él, desconcertado.
—Sí, ayer, lo recuerdo perfectamente. Le dije: «Lava
esto que Felipe lo necesitará para jugar al fútbol».
—Mamá, que la lavadora no funciona sola.
Por un momento pareció que fuera a echarse a reír. Pero
no. Mantuvo el tipo. Es más, consiguió tocarse la punta de los pies haciendo un
esfuerzo y luego dejó caer los brazos, agotada. Siguió mirando a su hijo con
cara de inocente, como si la cosa no fuera con ella.
—Ya me parecía a mí —chasqueó la lengua.
— ¡Mamá!
— ¿Qué? ¡Ay, Felipe, deja de gritar!
— ¿Estás en plan pasota?
— ¿Yo? Para nada.
— ¿Te pasa algo?
— ¿A mí? No. ¿Tú sabes cómo se pone una lavadora?
La pregunta le pilló de improviso, desconcertándole.
—Bueno… se abre la tapa, se mete la ropa, se le echa
jabón y… ya está, digo yo, no sé.
—Pues hala, prueba —le hizo un gesto displicente con la
mano para indicarle que ya podía retirarse.
Su madre se había vuelto loca. Decidida y rematadamente
loca. La pobre. Su trabajo, cuidar la casa, sus suspensos… Era fuerte, o lo
parecía, mucho más que otras madres, pero al final, la edad, la mono…
menopausia o lo que fuera, había podido con ella.
Habría que meterla en una residencia para ancianos el
día menos pensado.
—Mam…
Se quedó a medias.
Su madre, tumbada boca abajo, intentaba tocarse el
trasero con los pies.
Felipe la dejó sola, rendido.
Madres, madres, madres
L a prueba final de que algo estaba sucediendo llegó al irse de casa.
Por lo general, había que discutir, pactar, prometer
volver a la hora, jurar portarse bien, no meterse en líos, cruzar la calle por
el semáforo y un largo etcétera. Con los dos cates de mochila, el peligro eran
los castigos, que no le dejaran salir, una venganza típicamente adulta.
Por más que luego dijeran que se pasaba el día en su
cuarto jugando con la consola y estaba blanco porque no le tocaba el aire ni
hacía vida sana y que se iba a poner enfermo en invierno.
— ¡Me voy! —anunció desde la puerta.
Silencio.
— ¡Mamá, me voy! —gritó aún más.
Y desde la terraza, en pleno esfuerzo gimnástico, ella
le respondió con un simple y lacónico:
— ¡Bien!
Ninguna prevención, adoctrinamiento, nada.
Bueno, ya pensaría en ello después. Ahora…
Echó a correr, cerró la puerta de golpe, saltó los
escalones de tres en tres, evitó llevarse por delante a la señora Elvira, la
del tercero, que le tenía fobia al ascensor y subía y bajaba a pie, y atravesó
el vestíbulo pisando justo por encima de donde el conserje, el señor Federico,
acababa de fregar. Ni los gritos de la señora Elvira, literalmente aplastada
contra la pared como una cornucopia, ni los del señor Federico, blandiendo su
fregona como una espada, lograron detenerle.
¿Qué culpa tenía
él de que la señora Elvira subiera y bajara a pie a sus años, y
de que al señor Federico le diera por ponerse a fregar el vestíbulo a esa hora?
¿Qué querían? ¿Qué volara?
Desde luego, el mundo estaba majara.
Cuando Ángel le vio llegar se quedó muy tieso.
— ¿Qué es eso? —señaló su camiseta.
En casa no le habían quedado más que dos opciones.
Ponerse una camiseta cualquiera o sacar la sucia, a pesar de las manchas, el
olor y todo lo demás.
Había escogido la segunda.
Total, volvería a ensuciarla.
— ¿Qué va a ser? Mi camiseta.
—Huele a un kilómetro.
—Porque eres un narizotas. Si tuvieras una nariz
normal, como la mía, no olerías nada.
—No seas burro.
—Y tú no seas idiota.
Echaron a andar hacia el campo de fútbol, donde ya se
habían reunido algunos de los chicos del barrio. Podían empezar a patear la
pelota mientras esperaban al resto para formar los equipos. Ángel se dio cuenta
de que a su amigo le sucedía algo.
—¿Ha habido bronca?
—No.
—Pues si a mí, con un suspenso, casi me condenan a la
silla eléctrica, a ti, con dos…
—Que no es eso.
—Vale.
Se rindió. A fin de cuentas, Ángel era su mejor amigo.
—Es mi madre —dijo—. Está muy rara hoy.
—La mía lo está siempre.
—Dice que le ha hablado a la lavadora.
—Bueno, la mía le habla a la tele, y hasta le grita.
—Estaba haciendo gimnasia.
—La mía hace puzles. Es una fanática de los puzles.
Felipe se sintió irritado.
— ¿Esto qué es? ¿Un concurso de madres raras?
—Tú has empezado.
No llegaron hasta donde estaban los demás. Felipe tenía
el ceño fruncido y cara de muy malas pulgas. El comportamiento de su madre era
de lo más inusual, extraño. Se había levantado tarde, no se había duchado ni
lavado los dientes, había tenido que prepararse el desayuno. Ningún control.
Nada. Y, encima, lo de la lavadora. Y, como guinda, lo de la gimnasia.
¿Iba a ser así todo el verano?
Le entró un sudor frío.
¿Siempre?
—Venga, hombre —le dio un codazo Ángel—. Ya sabes que
los mayores tienen días y días, que no siempre están igual. Hoy te ríen una
gracia y mañana eso mismo les carga y te sueltan un sermón.
—Mi madre no —exhaló—. Va a piñón fijo.
Miraron el campo de juego. El día era espectacular.
Prometía. Y más con todo un verano por delante, las vacaciones en dos semanas y
septiembre muy, muy lejos.
Tenía tiempo de sobra para aprobar mates y lengua.
Total…
—Vamos a jugar —se decidió Felipe.
Una mañana asquerosa
N o fue la mejor de las mañanas.
Más bien fue asquerosa.
Los dos que más sabían jugar al fútbol, Javi y Andrés,
eran los que siempre escogían, y a él le escogieron el penúltimo, como si fuera
un torpe o no le quisieran. Encima, Ángel estaba en el otro equipo y le dio por
marcarle.
A la primera entrada, Felipe se fue al suelo.
— ¡Eh, bestia! —protestó.
Su amigo puso cara de inocente.
A la segunda entrada, más que irse al suelo voló por
los aires.
Se dio un leñazo de mucho cuidado en el trasero, y
contra la parte más dura y pedregosa del campo.
— ¿Se puede saber de qué vas hoy? —se quejó Felipe.
—En el campo no conozco ni a mi padre —le soltó Ángel.
Eso lo habían oído hacía unos días de boca de Pedrinho,
la estrella del equipo local.
Todos le habían aplaudido.
—Si hubiera árbitro te expulsaría —dijo Felipe.
—Pero como no lo hay…
Decidió irse al otro lado, para que no le marcara
Ángel. Lo malo es que en el otro lado estaba el bestia de Josema, que le sacaba
un palmo y cuando lanzaba la pierna nunca sabía si iba a darle a la pelota o al
rival.
Felipe lo comprobó cuando se la hundió en el estómago.
Tuvo que retirarse a la banda a recuperar el aliento.
Por suerte, cinco minutos después, la madre de Josema
se presentó en el parque pegando gritos y se lo llevó casi a rastras. La madre
medía dos palmos menos que Josema, así que la escena fue muy interesante.
Su nuevo marcador era Miguelito, un canijo.
Por fin pudo jugar más. Ya estaban dos a dos.
Pero siguió siendo una pésima mañana.
Obdulio, al que todos llamaban Obiuankenobi, le sirvió
un gol en bandeja. No tenía más que empujar el balón a la red pero… a un metro
de la línea de gol lo mandó a las nubes.
Felipe se quedó mirando el suelo, buscando la maldita
piedra causante de aquel desaguisado.
A la siguiente jugada pasó casi lo mismo. El defensa
rival hizo un mal despeje y el balón le cayó a los pies. No tenía más que
colocarlo a la derecha del portero con un suave toque…
Se le fue más allá del palo.
— ¡Te voy a poner de portero! —le gritó furioso Javi.
Se concentró. Ya perdían por dos a tres cuando hizo su
gran jugada. Logró irse del defensa, se metió en el área, intentó driblar al
central, lo consiguió, y ya encarando al portero, este le placó como si en
lugar de jugar al fútbol lo hicieran al rugby.
Penalti.
No pudo ni coger la pelota. Lo hizo Javi.
—Quiero tirarlo yo —se quejó Felipe—. ¡El penalti me lo
han hecho a mí!
Le bastó con ver la cara de su capitán para no
insistir.
Gol.
Tres a tres.
Y nada más sacar de centro, el mismo Javi robó la
pelota y marcó el cuarto gol, en plan figura.
Iban a ganar.
Quedaba poco para acabar el partido, y como los
oponentes atacaban en desbandada, hubo que defender. Todos. Era ya el último
minuto y la pelota se fue a córner. Felipe se quedó bajo los palos. La pelota
voló y fue a parar a la cabeza de Ángel, que estaba solo. Bajito o no, aunque
cerró los ojos, logró impactarla de lleno.
El balón fue directo a Felipe.
Le bastaba con despejarlo y ¡partido ganado!
Lo que sucedió… fue de lo más extraño e imprevisible.
Primero el lío, como si tuviera una pierna de madera, después el susto,
finalmente el miedo. Todo ello en menos de un segundo, lo que duró el vuelo de
la pelota tras el remate de Ángel.
El gol no lo hizo su amigo, se lo metió él mismo, solito.
Y encima, al caer al suelo, se le rasgó la camiseta y
se dio con la rodilla en el poste.
Mientras los del equipo rival rodeaban a Ángel para
abrazarlo, los del suyo lo rodearon a él, que seguía en el suelo, poco menos
que para matarlo.
Sus caras no eran nada amigables.
— ¡Qué malo eres!
— ¡No te vuelvo a coger más, aunque falten jugadores!
— ¡Nenaza!
O se peleaba con todos, y llevaba las de perder, o se
resignaba y se hacía el duro.
Se resignó, aunque lo de hacerse el duro…
— ¡Qué pasa? ¡Llevaba efecto! ¡Y además, la culpa es de
Mateo! ¿Dónde estaba Mateo, eh? ¡El portero tiene que salir de puños!
— ¿Quieres ver mi puño? —le amenazó Mateo.
Cuatro a cuatro. Para desempatar tiraron penaltis.
Casualmente Javi falló el suyo y perdieron. Pero al contrario que a él, todos
fueron a consolarlo.
—Qué mala suerte.
—Si es que esto es una lotería.
—Es culpa del campo, que cada día está peor.
Felipe se cansó y sin despedirse emprendió el camino de
vuelta a su casa. A los pocos pasos le alcanzó Ángel, feliz por la victoria y
como si no pasara nada.
— ¿Qué hacemos esta tarde? —le preguntó.
—Nada.
— ¿Cómo que nada? ¿Te han castigado?
—Creo que me quedaré a estudiar mates —Felipe le
fulminó con una mirada tipo rayo láser, aunque con efectos menos mortales—.
Mejor esto que aguantar según qué.
— ¡Huy, cómo te pones! —Suspiró su amigo—. ¿Y eso del
ferpley?
— ¿El qué?
—El
ferpley,
lo de que cuando uno se cae los rivales echan la pelota fuera o si le da un
pasmo al portero no le chutan.
—No se dice así.
— ¿Ah, no? ¿Y cómo se dice?
—No lo sé, pero así no.
Ángel miró por encima de su cabeza fingiendo buscar
algo con el ceño fruncido.
— ¿Y ahora qué? —se quejó Felipe.
—Nada, busco la nube que llevas todo el rato encima.
— ¡Mira, paso! —le dio la espalda y se encaminó a su
casa con un humor de perros.
— ¡Hasta luego, figura! —le despidió Ángel socarrón.
Luego echó a correr porque Felipe ya se había agachado
para coger una piedra.
Solo
en casa
Cuando llegó a su casa sus padres no estaban.
El silencio era absoluto.
Felipe atravesó el pasillo como un explorador perdido
en el desierto atraviesa las dunas ardientes que le envuelven por todas partes.
No quiso mirar los carteles. Ni tocarlos. Se metió en la cocina y allí, en la
nevera, vio el mensaje.
«Querido hijo, hemos salido a comer fuera y pasarlo
bien. No sufras si llegamos tarde. A lo mejor vamos al cine, o a bailar, o las
dos cosas. ¡Ja, ja, ja! Besos. Te queremos».
Encima cachondeo.
«Ja, ja, ja».
«Besos».
«Te queremos».
¡Pues qué bien!
Ni siquiera una palabra con relación a que comiera,
estudiara… Nada, ¡nada! Pasaban de él olímpicamente.
¡Estaban en huelga!
Felipe miró la cocina con amargura. Abrió la nevera y
fue como si mirara un programa de la tele sin voz. O peor, uno del Plus sin
descodificar. Toda la vida insistiendo en lo de que comiera bien y ahora
dejaban que se las apañara. No era justo. Se le quitó el hambre de golpe y fue
a su habitación. La cama por hacer, la ropa por el suelo, exactamente donde la
había tirado o dejado caer él la noche anterior. Lo mismo el pijama al
levantarse. No faltaban sus olorosas zapatillas deportivas, que nunca se
acordaba de airear en la repisa de la ventana para no «perfumar» el ambiente.
Se ponía un día unas y al otro otras para alternar, porque sus pies eran una
fábrica de aromas pútridos.
Un desastre.
Encima, con la moral tan baja y el humor de perros, no
tenía ni ganas de aprovecharse de las circunstancias. Se sentía la mar de raro.
No era él. Podría coger la consola y pasarse toda la tarde disfrutándola. O
conectarse a Internet y lo mismo, navegar de un lado a otro. También podría ver
la tele, escuchar música a todo volumen, llamar a Ángel y que fuera a su casa
para jugar juntos sin miedo a broncas…
—Es como si yo ya no formara parte de esto —se dijo de
pronto.
El mundo no era perfecto. Se había convertido en un
lugar extraño, inhóspito. Una selva.
Acabó comprendiendo que tenía hambre, así que regresó a
la cocina y volvió a abrir la nevera. Tampoco debía de ser tan difícil
prepararse algo que no fuera un bocadillo. Sacó un
brik
de caldo y de la parte baja, el refrigerador, un filete congelado. En la
despensa encontró un bote de cristal con fideos. Llenó un cazo con el caldo, le
añadió los fideos y lo puso todo a calentar. Lo del filete era más complicado,
pero en el microondas había un programa de descongelación. Metió el filete
dentro, en un plato, le dio a la tecla correspondiente y luego lo puso en
marcha.
Se sentó en una silla a esperar con la cabeza dándole
vueltas.
Se imaginó toda su vida de niño teniendo que prepararse
cada día el desayuno, la comida y la cena.
Otro estremecimiento.
No, Ángel le había dicho que los huelguistas, primero,
presionaban, para reivindicar sus derechos, y que luego acababan negociando.
¿Cuándo sería eso?
Aunque solo fueran unos días, lo de cocinar, lavarse la
ropa… todo se le antojaba una montaña.
Cuando la sopa de fideos se puso a hervir, la sacó del
fuego. El filete ya estaba bastante descongelado, así que lo puso en una
sartén. ¿Faltaba algo? Sí, aceite. Lo preparó todo y, hala, a esperar que se
hiciera. No fue al comedor. Se quedó en la cocina y dispuso la mesa en la que
solían comer o cenar a veces, cuando lo hacían de manera frugal o sola estaba
él y su madre o él y su padre. La sopa estaba ardiendo y se quemó la lengua,
pero fue un mal menor. El filete casi se le puso negro por uno de los lados, y
encima, por haber utilizado demasiado aceite, una llamarada rojísima envolvió
la sartén por unos segundos. Se asustó. Si encima le prendía fuego a la casa…
Al final todo salió mejor de lo que esperaba.
Comió sumido en sus pensamientos y de postre se tomó un
yogur. Luego dejó los platos y los cubiertos en el fregadero y se los quedó
mirando absorto.
Iba a tener que lavarlos.
Los lavó.
Después fue a su cuarto, recogió la ropa, colocó las
zapatillas en la ventana y estiró las sábanas para dar apariencia de que se
había hecho la cama.
No era mucho, pero al menos le ponía buena voluntad.
«Ellos» tendrían que valorarlo.
«Ellos».
Ya los veía como marcianos, con antenitas y todo.
¿Y ahora qué?
La tarde era suya. Podía hacer cualquier cosa. Fue al
teléfono para llamar a Ángel y, justo cuando iba a coger el auricular del
inalámbrico, el aparato se puso a sonar.
Sus padres, seguro, preocupados por saber si había
comido, si estaba bien…
— ¿Sí?
— ¡Felipe!
No eran sus padres, era Ángel, y por el tono de voz,
más bien un grito…
— ¿Qué te pasa? —se alarmó.
Y su amigo le soltó la bomba.
— ¡Mis padres también se han puesto en huelga!
La lista
Por lo menos sus padres llegaron pronto. O lo de la cena era mentira o habían
aligerado. Le pillaron leyendo en su habitación, como un buen chico. Cuando se
asomaron por la puerta, porque no les oyó abrir la del piso —señal de que, pese
a todo, lo hicieron muy silenciosamente para ver si le pescaban haciendo algo
malo—, los dos parecían las personas más felices del universo.
Incluso daban la impresión de haber rejuvenecido.
Su madre estaba guapísima, y su padre, cachas.
—Hola, ¿qué lees? —le preguntó él.
Deseaba saltar de la cama y empezar la negociación
cuanto antes, pero no quiso que creyeran que estaba desesperado.
—Una novela —respondió con calma. Y agregó—:
La segunda de hoy.
Esperaba un gesto de sorpresa por parte de su padre,
pero ni eso.
— ¿Es buena?
—Sí.
— ¿Querías hablarnos de algo… urgente? —manifestó su
madre así como de pasada.
—Sí, mamá.
—Vale. Nos ponemos cómodos y te esperamos en el comedor
en cinco minutos.
Lo dejaron solo.
Cinco minutos.
Ponerse cómodos.
Contó los trescientos segundos, reloj en mano. No
perdió ni uno más. Fue al comedor y se sentó a la mesa. La primera que apareció
fue su madre, con la bata de estar por casa. Luego lo hizo su padre, con los
pantalones viejos y las pantuflas. Se sentaron y le miraron.
Felipe hizo acopio de valor.
Habían sido los tres días más espantosos de toda su
vida, así que ya no vaciló. Cualquier cosa era mejor que seguir de aquella
forma.
—Vale —asintió—, ¿qué queréis?
—Bueno, ahora mismo… acostarnos y dormir —dijo ella.
—Me refiero a mí —trató de no perder la paciencia—. ¿Se
trata de que me porte bien, y estudie, y lea, y arregle mi habitación y todo
eso?
—Bueno… —su madre miró a su padre.
—Si solo fuera eso… —su padre miró a su madre.
— ¿Hay más? —vaciló él.
Intercambiaron la última mirada y, entonces sí, como
por arte de magia apareció en manos del cabeza de familia un papel pulcramente
escrito a mano.
Se lo puso a Felipe sobre la mesa.
No dijo una palabra.
El chico tomó el papel y empezó a leer las condiciones
de sus padres para que todo volviera a la normalidad.
Cosas que queremos:
No debes pelearte.
La videoconsola, media hora al día y una hora los
festivos.
Leerás al menos una novela a la semana. Si es gorda, de
más de 300 páginas, dos semanas.
Comerás a tus horas.
No te hartarás de chucherías a escondidas.
Te lavarás los dientes por la mañana al levantarte, al
mediodía después de comer y por la noche al acostarte.
Llevarás la ropa sucia a la lavadora.
Pondrás el calzado en la ventana (aun a riesgo de
asfixiar a los vecinos).
Al llegar a casa no lo tirarás todo por el suelo. La
chaqueta en la percha, la mochila en tu mesa.
Comerás despacio.
Masticarás bien.
Te acostarás a tu hora sin protestar.
Beberás agua, ni colas con burbujas ni refrescos llenos
de azúcar.
Veremos la tele en familia un rato cada día y
comentaremos las cosas que pasan, para explicarte lo que no entiendas.
No te tirarás pedos como si tal cosa.
No eructarás, ídem de ídem.
Llamarás a la abuela al menos una vez a la semana sin
necesidad de recordártelo y, si puedes, irás a verla.
Serás educado con los vecinos (con todos).
No bajarás por la escalera como si fueras una manada de
caballos desbocados.
Dirás «buenos días, buenas tardes, buenas noches»
cuando se dirijan a ti o cuando te encuentres a alguien.
Abrirás la puerta a las personas mayores y las dejarás
pasar primero.
Ahorrarás para tus gastos sin esperar a que con solo
abrir la boca todo te caiga del cielo.
No pedirás una videoconsola nueva cada año ni todos los
juegos habidos y por haber.
Estudiarás más y no suspenderás.
Nota: esta lista está sujeta a posibles cambios o
añadidos, según se tercie.
Se había ido poniendo blanco, y enfermo, a medida que
leía. Cuando acabó la lista, que devoró sin respirar, lo primero fue llenar los
pulmones de aire para no ahogarse.
Había puntos de cajón, pero otros…
¡Como si aprobar fuera fácil!
Y lo de que «estaba sujeta a posibles cambios o
añadidos». Los miró como el condenado a muerte mira al verdugo que ya afila el
hacha para rebanarle el pescuezo.
—Vaya… —suspiró.
Sus padres le miraron impávidos.
—Esto es… larguísimo —gimió—. Larguísimo y abusivo.
La misma cara de póquer.
— ¡Vale ya!, ¿no? —comentó conteniendo las lágrimas.
Aunque una buena llorera siempre ayudaba.
No, mejor no.
—Ya no me queréis —dijo.
—Te queremos más que nunca, porque nos rompe el corazón
hacerte esto —dijo su padre—. Pero no hay más remedio, por el bien de todos. Tu
madre no para, va todo el día detrás de ti, y yo, dado que me estrené como
padre el mismo día que tú te estrenaste como hijo, y no venías con manual de
instrucciones, ya no sé qué hacer. Los castigos no te hacen mella.
—Esto es una familia, hijo —repuso su madre—. Todos
somos uno. Lo que le pasa a uno repercute en los otros dos. O aprendemos a
vivir juntos o… es el caos.
— ¿Y qué queréis que haga?
Se levantaron al unísono.
Su padre señaló la lista.
—Léetela bien y mañana hablamos —respondió directo al
grano—. Nos expones tus propias quejas, discutimos lo que haya que discutir,
planteas tus reivindicaciones si las tienes, porque quizás nosotros también nos
hayamos equivocado en algo, y así, como personas razonables, llegaremos a un
acuerdo de convivencia.
— ¿Te parece? —quiso dejarlo claro su madre.
No tenía escapatoria.
Y ya era tarde para ponerse a discutir sin más.
—Sí —estuvo de acuerdo.
—Pues buenas noches, hijo.
El primer beso se lo dio ella en la mejilla izquierda.
El segundo él en la derecha. A Felipe le supieron a gloria.
Los mejores besos de toda su vida.
Luego salieron del comedor y le dejaron solo.
Solo con aquella barbaridad.
Volvió a leerla despacio, con el corazón a mil.
Actividades
para cada tema:
1.
Lee atentamente los capítulos del
libro: querido hijo; estamos en huelga”.
2.
Describe en cada capítulo cuál es
el conflicto que tiene Felipe, el personaje principal y descubre cómo a medida
que pasan los días los va resolviendo.
3.
Construye 15 oraciones donde se
identifique: sujeto, verbo y predicado.
4.
Realiza un mapa conceptual donde
reúnas algunos de estos conceptos de acuerdo a la lectura, debes tener presente
que algunos de los siguientes conceptos no se encuentran explícitos en los
capítulos, es decir, debes crear la respuesta a partir de lo que comprendiste.
Los conceptos son: nombre del capítulo, palabras claves, personajes,
aprendizaje, preguntas que te surgen de cada lectura.
Ejemplo: (recuerda que este mapa es solo un ejemplo y tú lo puedes modificar como quieras, estás en libertad de hacerlo. Lo más importante es que estén los conceptos requeridos.
estos son algunos de los pasos que debes anexar al mapa:
Título del libro, nombre del capítulo, palabras claves de cada capítulo, personajes, aprendizajes y preguntas.
1. 5.. La
docente hará una evaluación de dicha guía.
5. La
docente hará una evaluación de dicha guía.
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