GUÍA DE PLAN LECTOR 8° MARZO

 GUÍA DE PLAN LECTOR  8° MARZO

INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY

DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473

Código: FA 21

Fecha: 20/04/2020

Guía de aprendizaje por núcleos temáticos No 2

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Docente (s):

Nayive Melo Duque

Grados:

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Año:

2021

Período:

Núcleo Temático:

Plan lector.

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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos de grado:

Estimular la lectura crítica en los estudiantes del grado octavo, a través del libro: “los ojos de perro siberiano” de Antonio Santa Ana.

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Competencias:

  1. Elaboro hipótesis de lectura del libro que se trabaja en el primer período, a partir de la revisión de sus características como: forma de presentación, títulos, capítulos.
  2. Comprendo el sentido global de cada uno de los capítulos que leo y la intención del autor.
  3. Analizo los aspectos textuales, conceptuales y formales de cada uno de los capítulos del libro.

 

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Indicadores de desempeño:

  1. Leer críticamente textos literarios que involucren diferentes posturas frente a fenómenos sociales.
  1. Participar activamente en dinámicas tanto individuales como grupales, ofreciendo ideas propias, escuchando las de mis compañeros y demostrando responsabilidad frente a las tareas asignadas.
  2. Relaciona los textos leídos con la realidad de su contexto y la cotidianidad.

 

 

 

Introducción:

 “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Miguel de Cervantes.

Cordial saludo queridos estudiantes, en esta guía encontrarás los primeros capítulos del libro que leeremos en el primer período, se titula: “Los ojos de perro siberiano” de Antonio Santa Ana.

De acuerdo a la guía vas a trabajar de forma consciente, disciplinada.





Nosotros vivimos en San Isidro en una de esas grandes casonas de principio de siglo, cerca del río.
    La casa es enorme, de ambientes amplios y techos altos, de dos plantas. En la planta baja, un pequeño hall , la sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre, donde está la biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta alta están los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto para que mi madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para los quehaceres de mi madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son los quehaceres que mi madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías. Obviamente también hay baños, dos por planta.
    La casa está rodeada por un gran parque, en la parte de adelante hay pinos y un nogal, detrás los rosales de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva y cuida sus hierbas con un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoy exagerando, pero no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos de estragón, tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.
    En la primavera y el verano las utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al sol y las guarda en frascos en un sitio oscuro y seco.
    En realidad no sé por qué les cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no es importante. Pero cada vez que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unas tijeras de podar, sus guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a sus plantas.
    Uno de los momentos más felices de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía que la acompañara. Me explicaba cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómo curarlas cuando las atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.
    No es que a mí me interesara la jardinería particularmente, pero el solo hecho de que ella quisiera compartir conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmero bastaba para hacerme sentir dichoso.
    Podía quedarme horas doblado en dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sin importar el clima.
    Tal vez cuando ustedes evocan su niñez y sus momentos felices, recuerdan algún paseo o unas vacaciones. No sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aún hoy, tantos años después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacerme sentir que hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre y yo estuvimos comunicados.
    * * *
    Con mi padre la relación era, o debo decir es, mucho más fácil. Yo me ocupaba de mis asuntos y él de los suyos. Me explico mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas, hacer deportes (natación y rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningún problema. Él, bueno, él… él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y sus cosas, cosas que nunca compartió con nosotros.
    Mi padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar en el San Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba al rugby en las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una mirada terrible, una de esas miradas que bastan para que uno se sienta en inferioridad de condiciones, una de esas miradas que hacen que su portador vaya por el mundo pisando todo lo que le ponen en el camino. Supongo que no hace falta decir el pavor que sentía ante la posibilidad que enfocara en mí sus ojos azules asesinos.
    Mi hermano había sido su orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En las fotos de cuando Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad, una gran calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.
    Ezequiel nació pesando más de cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y los ojos azules como los de él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos, la cara ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.
    Cuatro años después mi madre quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña, murió en el parto. En ese momento decidieron no tener más hijos. Después cuando mamá volvió a quedar embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas sus expectativas, era un buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado. Se imaginarán que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos años después que me odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yo tengo la combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mi madre). Me odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado del centro de atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.

II
    Seguro que mi primer recuerdo es ése. El del día que Ezequiel se fue de casa. No es que recuerde exactamente la situación, pero sí que yo estaba en mi cuarto y no podía salir; y una cierta tensión en el aire.
    Después no vi más a mi hermano hasta la primera fiesta, creo que era el cumpleaños de mamá.
    Cuando preguntaba por él me contestaban que estaba estudiando, o con alguna de esas evasivas tan típicas de mi familia.
    Yo ya sabía que no vivía más con nosotros, está claro que no se le puede ocultar algo así a un chico, por más que tenga cinco años. Había revisado, a escondidas, su habitación y sabía que no estaba su ropa, es más, yo me había llevado su Scaletrix, que jamás quiso prestarme, y al no reclamármelo intuía que algo no era normal.
    Mentiría si dijera que eso me inquietó. Sólo era una situación nueva, distinta de la habitual. Y me proponía disfrutarla.
    * * *
    Durante los años que vivimos juntos yo admiraba a Ezequiel, él era mi héroe, era grande, fuerte, todos le prestaban atención cuando hablaba.
    Lo trataban como a alguien importante. Como a un adulto.
    No sabía entonces, y por cierto que no lo sé ahora, cuáles son los mecanismos que mueven la mente de los niños. Pero supongo que sentí que al no estar mi hermano en mi casa automáticamente

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nosotros vivimos en San Isidro en una de esas grandes casonas de principio de siglo, cerca del río.
    La casa es enorme, de ambientes amplios y techos altos, de dos plantas. En la planta baja, un pequeño hall , la sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre, donde está la biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta alta están los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto para que mi madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para los quehaceres de mi madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son los quehaceres que mi madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías. Obviamente también hay baños, dos por planta.
    La casa está rodeada por un gran parque, en la parte de adelante hay pinos y un nogal, detrás los rosales de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva y cuida sus hierbas con un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoy exagerando, pero no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos de estragón, tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.
    En la primavera y el verano las utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al sol y las guarda en frascos en un sitio oscuro y seco.
    En realidad no sé por qué les cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no es importante. Pero cada vez que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unas tijeras de podar, sus guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a sus plantas.
    Uno de los momentos más felices de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía que la acompañara. Me explicaba cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómo curarlas cuando las atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.
    No es que a mí me interesara la jardinería particularmente, pero el solo hecho de que ella quisiera compartir conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmero bastaba para hacerme sentir dichoso.
    Podía quedarme horas doblado en dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sin importar el clima.
    Tal vez cuando ustedes evocan su niñez y sus momentos felices, recuerdan algún paseo o unas vacaciones. No sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aún hoy, tantos años después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacerme sentir que hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre y yo estuvimos comunicados.
    * * *
    Con mi padre la relación era, o debo decir es, mucho más fácil. Yo me ocupaba de mis asuntos y él de los suyos. Me explico mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas, hacer deportes (natación y rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningún problema. Él, bueno, él… él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y sus cosas, cosas que nunca compartió con nosotros.
    Mi padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar en el San Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba al rugby en las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una mirada terrible, una de esas miradas que bastan para que uno se sienta en inferioridad de condiciones, una de esas miradas que hacen que su portador vaya por el mundo pisando todo lo que le ponen en el camino. Supongo que no hace falta decir el pavor que sentía ante la posibilidad que enfocara en mí sus ojos azules asesinos.
    Mi hermano había sido su orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En las fotos de cuando Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad, una gran calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.
    Ezequiel nació pesando más de cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y los ojos azules como los de él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos, la cara ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.
    Cuatro años después mi madre quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña, murió en el parto. En ese momento decidieron no tener más hijos. Después cuando mamá volvió a quedar embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas sus expectativas, era un buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado. Se imaginarán que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos años después que me odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yo tengo la combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mi madre). Me odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado del centro de atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.

 

 

 

 

 


II



    Seguro que mi primer recuerdo es ése. El del día que Ezequiel se fue de casa. No es que recuerde exactamente la situación, pero sí que yo estaba en mi cuarto y no podía salir; y una cierta tensión en el aire.
    Después no vi más a mi hermano hasta la primera fiesta, creo que era el cumpleaños de mamá.
    Cuando preguntaba por él me contestaban que estaba estudiando, o con alguna de esas evasivas tan típicas de mi familia.
    Yo ya sabía que no vivía más con nosotros, está claro que no se le puede ocultar algo así a un chico, por más que tenga cinco años. Había revisado, a escondidas, su habitación y sabía que no estaba su ropa, es más, yo me había llevado su Scaletrix, que jamás quiso prestarme, y al no reclamármelo intuía que algo no era normal.
    Mentiría si dijera que eso me inquietó. Sólo era una situación nueva, distinta de la habitual. Y me proponía disfrutarla.
    * * *
    Durante los años que vivimos juntos yo admiraba a Ezequiel, él era mi héroe, era grande, fuerte, todos le prestaban atención cuando hablaba.
    Lo trataban como a alguien importante. Como a un adulto.
    No sabía entonces, y por cierto que no lo sé ahora, cuáles son los mecanismos que mueven la mente de los niños. Pero supongo que sentí que al no estar mi hermano en mi casa automáticamente

toda esa atención caería en mí. Eso de algún modo fue cierto, no como yo lo esperaba, pero sucedió.
    Al no estar Ezequiel en casa, yo gané un gran espacio pero no por presencia propia sino por su ausencia.
    Mis padres pensaban que ya que se habían equivocado con mi hermano, no cometerían esos mismos errores conmigo.
    * * *
    Dije antes que mi primer recuerdo es de cuando Ezequiel se fue de casa, y es cierto. Pero tengo lo que yo llamo «recuerdos implantados», esas anécdotas que se comentan en las reuniones, habitualmente en tono jocoso, año tras año. Así pude enterarme de que, estando enfermo, a los tres años no había forma de dormirme, sólo lo hacía si Ezequiel me acunaba y me cantaba una canción.
    Bueno, ese tipo de cosas. Ustedes ya saben, las familias se encargan de que sepamos todo tipo de anécdotas, por tontas que sean, más si nos abochornan (estas últimas no pienso mencionarlas aquí).

III
    Se supone que a los amigos se los elige. A Mariano yo nunca supe si lo elegí o si cuando llegué al mundo simplemente él me estaba esperando.
    Su padre había sido compañero de estudios del mío, se hicieron amigos, tuvieron algunos negocios en común y aún hoy se encuentran todos los sábados a la mañana en el club para jugar al tenis.
    Con Mariano estuvimos juntos desde el jardín de infantes, durante casi todo el colegio primario nos sentamos juntos, íbamos al mismo club. Hasta un poco después de mis 11 años fuimos inseparables.
    Una tarde volvía de su casa hacia la mía. Eran cerca de las seis. Caminé las dos cuadras que las separaban pateando las hojas caídas de los árboles, por eso recuerdo que era otoño.
    Habíamos ido juntos al colegio y luego al club, estoy seguro porque entré a mi casa por la puerta de la cocina dejando mis zapatillas embarradas en el lavadero. Entrar por la puerta principal embarrando el piso era causa suficiente para ser desheredado.
    Por eso recuerdo tan claramente que entré por la cocina.
    Por eso no me oyeron entrar.
    Iba caminando hacia mi cuarto y al pasar frente a la puerta del despacho de mi padre escuché la voz de Ezequiel, abrí la puerta para saludar y vi a mi madre con la cara entre las manos, levantó la vista al oír la puerta y tenía los ojos llenos de lágrimas.
    Yo no entendía qué era lo que estaba pasando, busqué a mi alrededor alguien que me explicara algo. Ezequiel bajó la vista y no me devolvió la mirada.
    El que si me miró, y cómo, fue mi padre. Tenía esa mirada que yo había tratado toda la vida de evitar.
    —Andá a tu cuarto —me dijo. Me quedé inmóvil. No entendía nada.
    ¿Por qué mamá estaba llorando? ¿Por qué Ezequiel no me saludaba?
    AN-DÁ-A-TU-CUAR-TO-TE-DI-JE- Creo que si una serpiente de cascabel hablara sería más dulce que mi padre. Había tanta ira en cada una de esas sílabas, que no esperé que me las repitiera. Cerré la puerta y subí corriendo. A pesar de los años transcurridos, recordé el día en que Ezequiel se fue de casa.
    Las dos veces había estado confinado en mi cuarto, pero esta vez lo que flotaba en el aire no era tensión, era violencia.
    No sé qué habrían hecho ustedes, pero lo primero que hice fue llamar a Mariano.
    Atendió la madre:
    —¿Vos no sos el mismo que hasta hace 15 minutos estuvo con él? —se burló—. Ya te paso.
    Cuando Mariano se puso al teléfono le resumí la situación lo mejor que pude y se rió bastante con mi imitación del «an-dá-a-tu-cuar-to-te-di-je».
    Cuando pudo parar de reír me dijo:
    —Me parece que tu hermano la cagó otra vez.

IV
    Con Mariano nos habíamos enterado hacía un año de los motivos que desencadenaron que Ezequiel se fuera de casa. Nos enteramos de todo porque, ya lo he dicho, nuestros padres eran amigos, el padre de Mariano se lo contó a su madre y ella a Florencia, la hermana de Mariano tres años mayor que nosotros, como ejemplo de las cosas de las que se debía cuidar. Una vez que lo supo Florencia a que lo supiéramos nosotros hubo un solo paso. Extorsión mediante, debo decirlo. Florencia siempre ha sido buena para hacer negocios.
    La historia fue así: Ezequiel salía desde los 15 con una chica llamada Virginia, también el padre de ella era amigo de papá. En el ambiente donde nosotros nos movemos es difícil relacionarse con alguien si nuestras familias no lo están de alguna manera, o son compañeros del club de papá, o lo fueron de estudios, o tienen negocios en común, o nuestras madres son amigas, etc. En resumen, Ezequiel salía con Virginia, que hasta había estado unas vacaciones con nosotros en el campo de la abuela. Esto no es un «recuerdo implantado», he visto fotos, ya que el nombre de Virginia ha dejado de mencionarse en nuestra casa.
    Me estoy yendo por las ramas. El tema es el siguiente: Virginia quedó embarazada y el embarazo fue interrumpido.
    Cuando el padre de Virginia se enteró, fue a pedirle explicaciones a papá y a exigirle que Ezequiel se casara con su hija.
    Papá, con el buen humor que lo caracteriza (estoy siendo irónico), quiso obligar a Ezequiel a casarse con Virginia.
    Ezequiel dijo que no, que ni loco, la discusión fue subiendo y subiendo de tono, hasta terminar con Ezequiel yéndose de casa y abandonando sus estudios.
    —Me parece que tu hermano la cagó otra vez —me dijo Mariano y yo me quedé pensando si no tendría razón.

V
    Esa noche no me llamaron a cenar. A la mañana siguiente en el desayuno nadie habló, algo que era bastante habitual.
    Pero las caras de mis padres expresaban que no habían dormido.
    Obvio que tampoco pregunté nada. Lo lógico hubiese sido que yo dijera:
    —Miren, está todo bien, yo soy parte de la familia, Ezequiel es mi hermano, si se mandó otra cagada tengo derecho a saberlo. No me parece justo estar enterándome por terceros. Además ya tengo 10 años. Me merezco una explicación. Así que cuéntenme todo.
    Ya lo dije, no pregunté nada. Valoraba lo suficiente mi pequeña vida como para desafiar a mi padre.
    Si bien

   

es cierto que el nombre de Ezequiel no se mencionaba habitualmente en casa, después de ese incidente la sola mención de su nombre provocaba chispas.
    Yo no tenía idea de lo que podía haber pasado, la actitud de mis padres me sonaba exagerada. Mi madre había descuidado su jardín, algo que se notaba a simple vista. Y mi padre… bueno, su malhumor superaba todo lo imaginado.
    Me dediqué, aprovechando que nadie me prestaba atención, a espiar sus conversaciones y… nada. Lo único que escuchaba era a mi madre llorar y a mi padre insultar y decir a cada rato:
    —¿Por qué a mí? ¿Por qué, eh? Después enumeraba todo lo que le había dado a Ezequiel, colegios, viajes, deportes, etc. Parecía tener todo anotado en algún lugar, una suerte de inventario educacional.
    Yo creí que mi hermano le había hecho algo directamente a él, después de todo mi padre no preguntaba: ¿por qué a nosotros? sino ¿por qué a él?
    Con Mariano nos propusimos avanzar hasta el fondo del asunto, pero por más que intentamos sobornar a Florencia ella tampoco pudo averiguar nada. Si no se lo habían contado al padre de Mariano debía ser más grave de lo que imaginábamos.
    Sólo tenía dos opciones: preguntarles a mis padres o a Ezequiel.
    Opté por la segunda.
    Lo único que faltaba resolver era cuándo. Yo nunca había ido a la casa de Ezequiel, es más, tampoco sabía donde vivía. Tardé 3 o 4 días en encontrar su dirección en una libreta de mamá. Entonces me dispuse a hacer un viaje, un viaje en el 60, un viaje en colectivo. De San Isidro a Palermo. Un viaje de 40 minutos.
    Un viaje que cambiaría mi vida para siempre.

VI
    En la literatura hay una gran tradición de viajes, no me refiero a los espaciales ni a los de piratas, sino a esos viajes que los protagonistas realizan para volver al mismo lugar pero transformados.
    Si algún día se escribiera la novela de mi vida, suponiendo que tuviera interés para alguien, habría que dedicarle gran espacio a ese viaje que ni siquiera me acuerdo en qué fecha realicé.
    Ese día fue la primera vez que mentí a mis padres. Mariano, que sabía adonde iba, se ofreció a cubrirme. Se suponía que yo iba a estar en su casa un rato antes de nuestro entrenamiento de rugby, lo que me daba un poco más de tres horas para ir y volver.
    Para ser fiel a la verdad debo decir que en ningún momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de que Ezequiel no estuviera en su casa. Yo iba a pedirle explicaciones acerca de lo que estaba haciendo infeliz a mi familia, su obligación era la de estar. Y estaba.
    Cuando abrió la puerta del departamento saltó sobre mí un enorme perro siberiano (no era tan enorme, me di cuenta después, es que yo nunca me llevé bien con los perros, ni ellos conmigo).
    —No… no sabía que te… tenías un perro —tartamudeé, mientras me lamía la cara.
    —Están iguales —contestó—, él no sabía que yo tenía un hermano. ¿Pasás? ¿O te pensás quedar en la puerta?
    Pasé. Entramos directamente al comedor y me senté en una silla. Se hizo un silencio incómodo, largo. Él lo rompió.
    —¿Los viejos saben que estás acá?
    Negué con la cabeza.
    —Muy bien, muy bien. Las nuevas generaciones aprenden rápido. Yéndote de casa sin permiso a los 10, me imagino qué cosas harás a mi edad —dijo y se rió.
    Eso me molestó. Yo estaba ahí para pedirle explicaciones. No para que él me las pidiera a mí. Yo estaba ahí para saber qué era lo que había hecho ahora ese desalmado que hacía que mi madre llorara todo el día. Me armé de valor y le dije:
    —¿Hace mucho que lo tenés… este… digo… al perro?
    Ezequiel se puso serio por primera vez. Antes estaba divertido por mi presencia, sabía que había ido a buscar algo, y que no me atrevía a preguntar. Pero igual me contó la historia.
    —Hace poco más de un año y medio, fui con Nicolás a la casa de una amiga suya. ¿Te acordás de Nicolás? Bueno, no importa. Lo importante es que la amiga criaba perros siberianos. Éste se llama Sacha. Era el más chiquito de la cría, el último que nació. Por eso lo iban a matar.
    —¿En serio lo iban a matar? Si es hermoso.
    —Sí que es hermoso, ¿no es cierto? —dijo acariciándolo—. Pero a los últimos de cada cría los criadores los matan, son los más débiles, los menos puros de la raza. Los criadores viven de la pureza, ese es su negocio, no les conviene que haya perros impuros dando vueltas por ahí. Si vos conocés a otros perros de esta raza, te podés dar cuenta que éste tiene las orejas un poco más grandes y…
    —Tiene los ojos marrones —interrumpí.
    —Eso no tiene nada que ver. Además a mí me gustan así marrones. Hay un cierto aire de verdad en los ojos de los perros siberianos, como si supieran nuestros secretos. Bah, esto es un delirio mío, no me hagas caso.
    —Pero lo que no puedo creer es que los maten.
    —La gente no entiende nunca al que es diferente. En una época los metían en manicomios, en otras en campos de concentración —suspiró—. La gente le tiene miedo a lo que no entiende. Si la sociedad margina a los que son diferentes, qué destino puede tener un perro que tiene las orejas un poco más grandes.
    Otra vez se hizo silencio. Yo lo rompí.
    —¿Por qué los viejos están tan enojados con vos? —Pregunté rápidamente y casi sin respirar.
    —Porque tengo SIDA —contestó.

VII
    Aquella tarde, después de bajarme del colectivo (algunas paradas antes), me quedé dando vueltas por el barrio.
    Mi barrio, en el que había vivido toda mi vida, me parecía distinto. Como una gran escenografía. Y yo era un actor en esa obra. Un actor de reparto.
    Me sentía liviano y pesado a la vez, si es que acaso eso es posible. Tenía frío y calor. Transpiraba y las orejas me ardían.
    Mucho más tarde de lo que debía, me decidí a ir a casa. Ensucié mi ropa deportiva para no levantar sospechas y traté de encontrar alguna excusa convincente para explicar mi demora. Nunca me habían pedido

explicaciones, pero al saber que tenía que mentir, me sentía en inferioridad de condiciones.
    En casa no había nadie. Encontré una nota en la puerta de la heladera explicando que mis padres habían salido, no recuerdo a dónde, y que la cena estaba en la heladera para calentar en el microondas. No cené.
    Subí a mi cuarto, tenía mucho en que pensar. No sé cuanto tiempo estuve así, tirado en la cama y con la luz apagada. Hasta que sonó el teléfono.
    —¿Hace mucho que llegaste? Creí que me ibas a llamar. ¿Cómo te fue? —Obviamente era Mariano.
    —No, llegué recién —fue todo lo que atiné a decir.
    —¿Y? Contáme qué te dijo…
    —Nada… no… no estaba. Eso, no estaba —mentí de la forma más convincente que pude.
    —¿Y por qué tardaste tanto en volver?
    Así son los amigos, uno quiere estar solo, pensar, terminar una conversación y ellos lo someten a uno a un interrogatorio.
    —Lo que pasa… es… es… que me perdí. Me perdí. No encontré la parada del colectivo para volver. Me fui caminando para el otro lado —realmente ni yo me lo creí, mi voz estaba toda temblorosa, muy poco convincente.
    —¿Te pasa algo, estás un poco raro? —insistió él.
    —Estaba yendo para el baño cuando sonó el teléfono.
    —Ah, bueno —Mariano se rió—. Andá tranquilo no quiero que te ensucies los pantalones por mi culpa. Nos vemos mañana.
    Y cortó. Por fin.
    Tenía muchas cosas en qué pensar, muchas cosas que no entendía.
    Prendí la tele, buscando algo que me distrajera un poco. El lío que tenía en la cabeza era como un gran ovillo que no tenía ni principio, ni final. Al menos por el momento. Al menos para mí.
    Me encontré mirando « Tarzán en New York », una de esas tantas películas horribles, con uno de esos tantos tarzanes horribles. La historia era así, unos cazadores capturaban a Chita y la subían a un barco. Tarzán se subía a otro barco para ir a rescatarla, y el barco lo llevaba a Nueva York. Al llegar, se tiraba al río y se trepaba al puente (ése que aparece en todas las películas y se quedaba parado con expresión de oligofrenia), mientras los autos pasaban y la gente le gritaba cosas en un idioma que él no entendía. Después se enganchaba a una rubia fenomenal (Jane) y rescataba a Chita. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que yo me sentía como Tarzán en el puente.
    Desnudo y rodeado de cosas que no entendía.

Actividades de profundización:

 

1.       De cada capítulo desarrolla la siguiente tabla y debes llenar el recuadro según lo comprendido del mismo.

Capítulo:

 

Palabras significativas:

 

Personajes presentes:

 

Conclusión crítica:

Términos conocidos:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2.       Elige a un personaje y redáctale una carta donde le expreses tu sentir frente a sus acciones según lo narrado por el autor, debes dirigirte a él de una forma amable, respetuosa y formal.

3.       Ilustra la portada del libro. (puedes crearla). (Debe estar coloreada).

4.       ¿Cómo describe el protagonista su casa y su familia?

5.       ¿Cuál es el primer recuerdo del protagonista?

6.       ¿por qué crees que el libro se llama así?

7.       Investiga la biografía del autor del libro: Antonio Santa Ana


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