GUÍA DE PLAN LECTOR 9° MARZO
GUÍA DE PLAN LECTOR 9° MARZO
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INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO
HARRY-JACQUELINE KENNEDY DANE
105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473 |
Código: FA 21 Fecha: 20/04/2020 |
Guía de aprendizaje por núcleos temáticos No 2 |
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Docente (s): |
Nayive Melo Duque |
Grados: |
9° |
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Año: |
2021 |
Período: |
1° |
Núcleo
Temático: |
Plan lector. |
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Objetivo de la
guía de acuerdo con los objetivos de grado: |
Inferir otros sentidos en cada uno de los capítulos que lee del libro. El
extraño cao del Dr. Jekyll y Mr. Hyde., relacionando con su sentido global y
con el contexto en el cual se ha producido. |
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Indicadores de
desempeño: |
1.
Participar activamente en dinámicas
tanto individuales como grupales, ofreciendo ideas propias, escuchando las de
mis compañeros y demostrando responsabilidad frente a los compromisos
asignados. 2.
Leer críticamente textos literarios
que involucren diferentes posturas frente a fenómenos sociales. Leer con clara dicción y entonación
adecuada, utilizando los signos de puntuación. |
Introducción:
Queridos estudiantes, en esta guía comenzaremos a leer el
libro de período: “el extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde. Es por esto que
debes prestar mucha atención a cada detalle, tener a la mano un diccionario y
ser crítico y propositivo , para poder ser más competentes y lograr los
objetivos propuestos.
Capítulo 1 Historia de la puerta
Utterson, el notario, era un hombre de cara arrugada,
jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y empachada,
retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin embargo, de
alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino era de su
gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin embargo, que no
llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba en los
mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y
claramente, en los actos de su vida.
Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba
solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el
teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada
tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia,
la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del
recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a
socorrer que a reprobar.
—Respeto la herejía de Caín —decía con agudeza—. Dejo
que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
Por este talante, a menudo solía ser el último conocido
estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados
cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas,
procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco
expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de
genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin
más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste
era el caso de Utterson.
Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas
de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería
idoneidad de su objeto.
La amistad que lo unía a Nichard Enfield, el conocido
hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano
suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el
otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los encontraban
en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra, aparecían
particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada de un
amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las
consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas,
no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los
compromisos más serios.
Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de
estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una
calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por
comercios y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo
que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban
sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las
dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes
vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas
gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un
fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces
relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista
del paseante.
A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la
línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al
lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su
frontón triangular. Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas:
sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada
ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las
señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni
campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su
hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el
escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás
desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a
arreglar lo estropeado.
Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la
calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón
indicando:
— ¿Os habéis fijado en esa puerta? —preguntó. Y añadió
a la respuesta afirmativa del otro—: Está asociada en mi memoria a una historia
muy extraña.
— ¿Ah, sí? —dijo Utterson con un ligero cambio de voz—.
¿Qué historia?
—Bien —dijo Enfield—, así fue. Volvía a casa a pie de
un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de
invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había
más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle
tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia.
Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese
particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un
policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que
venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era
una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.
»Bien, señor —prosiguió Enfield—, fue bastante natural
que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más
horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino,
dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno.
No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a
correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un
grupo de Personas
alrededor de la niña que gritaba.
»Él se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima
resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la
sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que
resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el
mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien
asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si
no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi
caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es
natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del
médico, o boticario que fuese.
»Era —explicó Enfield—, el clásico tipo estirado, sin
color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco.
Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea
cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo
entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el
caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo,
dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de
Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras
nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos
que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he
visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa especie
de mueca negra y fría.
»Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de
arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo!
»Al final nos dijo: "¡Pagaré, si es lo que
queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra
cantidad." La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña,
y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que
él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.
»Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde
creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.
»Sacó la llave —continuó Enfield—, entró y volvió al
poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque
era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no
puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De
todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece
impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre
que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro
caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la
vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para
salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi
cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus
anchas. "No se preocupen —dijo—, me quedaré aquí hasta que abran los
bancos y cobraré el cheque personalmente" . De esta forma nos pusimos en
marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a
esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos
juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar
que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
— ¡Huy, huy! —dijo Utterson.
—Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield—. Sí, una
historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada,
un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona
de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas
buenas personas que "hacen el bien", como suele decirse…
»Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar
un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la
casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no
es suficiente para explicar todo… —concluyó perplejo y quedándose luego
pensativo.
Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le
preguntó algo bruscamente:
— ¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
—Un lugar poco probable, ¿no creéis? —Replicó Enfield—.
Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza,
pero no recuerdo en cuál.
— ¿Y no os habéis informado nunca sobre…, sobre la casa
tras la puerta?
—No, señor, me pareció poco delicado — fue la
respuesta—. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del
juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis
tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras,
hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el
último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido.
No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos
pregunto.
—Norma excelente —dijo el notario.
—Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —retomó
Enfield—. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni
sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura.
Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera
planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están
limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe
vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al
patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.
Y los dos siguieron paseando en silencio.
—Enfield —dijo Utterson después de un rato—, vuestra
norma es excelente.
—Sí, así lo creo —replicó Enfield.
—Sin embargo, a pesar de todo
—Continuó el notario—, hay algo que me gustaría
pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.
— ¡Bah! dijo Enfield—, no veo qué mal hay en decíroslo.
El hombre se llamaba Hyde.
— ¡Huy! —Hizo Utterson—. ¿Y qué aspecto tiene?
—No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su
aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a
ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué.
Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de
deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño
está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo
empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso,
puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
El notario se quedó absorto y taciturno, como si
siguiera el hilo de sus reflexiones.
— ¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
—Pero ¿y esto? —dijo Enfield sorprendido.
—Sí, lo sé —dijo Utterson—, lo sé que parece extraño.
Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque
ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por
esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
—Me molesta que no me lo hayáis advertido antes —dijo
el otro con una pizca de reproche—. Pero soy pedantemente preciso, usando
vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he
visto cómo la usaba hace menos de una semana.
Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una
palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:
—He recibido otra lección sobre la importancia de estar
callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos
un pacto de no hablar más de esta historia.
—De acuerdo, Richard —dijo el notario—. No
hablaremos más.
Capítulo 2 En busca de Hyde
Cuando por la noche volvió a su casa de soltero,
Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos,
después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro
de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las
campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a
la cama.
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa,
cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de
un rincón un sobre con el rótulo "Testamento del Dr. Jekyll", y se
sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque
aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima
asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte
de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad
Real, etc., todos sus bienes pasarían a su "amigo y benefactor Edward
Hyde", sino que, en caso de que el doctor Jekyll "desapareciese o estuviera
inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de
calendario"; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos
los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única
obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una
pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de
costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la
vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra
parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le
indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La
situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre
sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada
cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los
vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba
imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
—Pensaba que fuese locura —dijo reponiendo en la caja
fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a
Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras
celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor
Lanyon, su amigo. "Si alguien sabe algo es Lanyon", había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con
deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico
estaba sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una
cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente
blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla
para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás
algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos
amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos
tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se
consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del
menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
—Lanyon —dijo—, tú y yo somos los amigos más viejos de
Henry Jekyll, ¿no? —Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes —bromeó
Lanyon—, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que
hace mucho tiempo que no lo veo.
— ¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes
—dijo Utterson.
—Los teníamos —fue la respuesta—, pero luego Henry
Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá
ha
Empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma
extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos
tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay
amistad que aguante —añadió poniéndose de repente rojo— ante ciertos absurdos
pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
"Habrán discutido por alguna cuestión
médica", pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas
(salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: "¡Y si no es
esto!" Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de
soltarle la pregunta por la que había venido:
— ¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal…
protegido de Jekyll, llamado Hyde?
— ¿Hyde? —repitió Lanyon—. No. Nunca lo he oído
nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó
a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una
parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron
grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por
preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la
iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más
aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se
encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación
de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie
de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de
farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza
rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos
Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa
por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa
rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños;
luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama,
y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso
el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus
obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella
figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se
adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas
dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos
cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a
una niña y dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los
sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que
Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy
fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si
hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás
disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven
de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña
inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa
incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que
valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro
al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un
persistente sentimiento de odio.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta,
en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a
mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche bajo
la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas
solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de
guardia.
"Si él es el señor Esconde —había pensado—, yo
seré el señor Busca". Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en
el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y
las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento,
proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando
cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido
sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la
distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y
si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera
a la vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando,
de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de mis reconocimientos nocturnos ya se
había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona,
aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo
de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un
modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento
de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su
sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle.
Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con
qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de
vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa
distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada
benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente
para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de
quien llega a su casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
— ¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con una especie
de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara
para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
—Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
—Veo que vais a entrar —contestó el notario—. Soy un
viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre,
supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
—Si buscáis a Jekyll no está no está en casa —contestó
Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza—:
¿Cómo me habéis reconocido?
— ¿Me haríais un favor? —dijo Utterson
—¿Cómo no? —contestó el otro. ¿Qué favor?
—Dejadme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión
imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron
mirándose durante unos momentos.
—Así os habré visto —dijo Utterson—. Podrá valerme en
otra ocasión.
—Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó
Hyde—. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección —añadió dando el
nombre y el número de una calle de Soho.
"Buen Dios! —se dijo el notario—, ¿es posible que
también él haya pensado en el testamento?" Se guardó esta sospecha y se
limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
—Y ahora decidme —dijo el otro—. ¿Cómo me habéis
reconocido?
—Alguien os describió —fue la respuesta.
— ¿Quién?
—Tenemos amigos comunes —dijo Utterson.
— ¿Amigos comunes? —Hizo eco Hyde con una voz un poco
ronca—. ¿Y quiénes serían?
—Jekyll, por ejemplo —dijo el notario.
—¡Él no me ha descrito nunca a nadie! — Gritó Hyde con
imprevista ira—. ¿No pensaba que me mintieseis!
—Vamos, vamos, no se debe hablar así —dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y
un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y
había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había
dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a
la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente,
como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema
parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de
deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante,
se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con
una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que
aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo
que habían sobrecogido a Utterson.
"Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy
seguro de que la hay —se repetía perplejo el notario—. Sólo que no consigo
darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de
troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación
de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma?
¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de
Satanás, es la cara de tu nuevo amigo."
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina,
había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos
pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y
oficios: pequeños impresores, arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes
de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina,
no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo,
aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la
media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante
esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
— ¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? — preguntó el
notario.
—Voy a ver, señor Utterson —dijo Poole, haciendo entrar
al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra,
calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y
decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego,
señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
—Aquí, gracias —dijo el notario acercándose a la
chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson
solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un
escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria.
Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura
disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en
la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en
el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para
anunciar que el doctor Jekyll había salido.
—He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la
vieja sala anatómica —dijo—. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en
casa?
—Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde
tiene la llave.
—Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese
joven, Poole —comentó el notario con una mueca.
—Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole—. Todos
nosotros tenemos orden de obedecerle.
—Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? — preguntó
Utterson.
—Pues, claro que no, señor —dijo el otro— El no viene
nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene
y sale por el laboratorio.
—Bien, buenas noches, Poole.
—Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un
puño.
"¡Pobre Harry Jekyll —pensó—, tengo miedo de que
esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte,
y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce
prescripción…"
"Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una
vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después
de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el
error."
Impresionado por esta idea, el notario se puso a
analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi
esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente
alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos
podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin
embargo ¿Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación,
apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas
otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había
evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo
de esperanza.
"A este señorito Hyde —se dijo—, si se le estudia
de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su
apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll
resplandecerían como la luz del sol."
"Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos
pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de
Harry… ¡Pobre Harry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe
o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…"
"¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese
ayudarle!"
"¡Sí! ¡Si al menos me lo permitiese!", se
repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia,
las extrañas cláusulas del testamento.
Actividades de
profundización:
1.
Antes de iniciar la lectura, busca el significado de las
siguientes palabras:
·
Austero
·
Estupor
·
Benévolo
·
Yedra
·
Apócrifo
·
Impúdico
·
Absorto
·
Taciturno
2.
Responde las siguientes preguntas de acuerdo al primer
capítulo:
·
¿Quién era Utterson?
·
¿Quién es Richard Enfield?
·
¿Qué hacían los personajes?
·
¿Quién es Lanyon?
3.
¿Qué le sucedió a la niña que iba caminando por la calle?
4.
¿Qué cantidad de dinero pagó el hombre para evitar un
escándalo?
5.
Ilustra el paisaje que se describe en ese barrio poblado
de Londres
6.
¿Cómo nombra Enfield y Utterson esa casa extraña?
7.
¿Qué es un Juggernaut?
8.
Según la descripción de Hyde, realiza su ilustración,
teniendo en cuenta todas las características que allí se nombran,
9.
De acuerdo a lo leído, escribe tres preguntas que te
surjan del libro.
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