GUÍA N°3 DE PLAN LECTOR 9°
GUÍA N°3 DE PLAN LECTOR 9°
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INSTITUCION EDUCATIVA
OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY DANE 105001003271 -
NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473 |
Código: FA 21 Fecha:
20/04/2020 |
Guía de
aprendizaje por núcleos temáticos No 3 |
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Docente (s): |
Nayive Melo Duque |
Grados: |
9° |
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Año: |
2020 |
Período: |
1° |
Núcleo
Temático: |
Plan lector. |
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Objetivo de la
guía de acuerdo con los objetivos de grado: |
1.
Acostumbrar a los estudiantes a formularse
interrogantes sobre lo que lee en los distintos momentos de la lectura: antes
(predictivas), durante (me aseguro de que voy comprendiendo), después (evalúo
mi grado de comprensión). |
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1. Comprendo el valor del lenguaje en
los procesos de construcción del conocimiento. 2. Desarrollo procesos de autocontrol y
corrección lingüística en la producción de textos orales y escritos. 3. Elaboro hipótesis de interpretación
atendiendo a la intención comunicativa y al sentido global del texto que leo. |
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Indicadores de
desempeño: |
1. Dominar los
recursos necesarios para la síntesis y jerarquización de información. 2. Alcanzar a
descubrir de forma crítica los valores que propone el texto. 3. Ser capaces a
realizar inferencias, hipótesis, y predicciones sobre lo que se está leyendo. |
Introducción:
“Un
libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado
un alma que perdona; destruido, un corazón que llora” (Proverbio indú)
Estimado
estudiante:
Espero
que te adentres al mundo de la lectura, te invito a ser un lector activo, que
innoves en tus creaciones, que seas crítico, analítico y comprendas poco a poco
lo que ocurre en esta historia tan interesante como lo es: “El extraño caso del
Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Profundiza en la lectura y descubre cada uno de los
sucesos y hagas interpretaciones que ayuden a tu proceso lingüístico.
Recuerda
enviarme la guía completa al correo: nayivetareas11@hotmail.com
y si tienes inquietudes, puedes escribirme al 311 447 22 03.
No olvides que,
tus profes, te queremos mucho.
Un abrazo gigantesco para ti y tu familia.
Lectura de profundización:
Capítulo 3
El Dr.
Jekyll estaba perfectamente tranquilo
No habían pasado quince días cuando por una casualidad
que Utterson juzgó providencial, el doctor Jekyll reunió en una de sus
agradables comidas a cinco o seis viejos compañeros, todos excelentes e
inteligentes personas además de expertos en buenos vinos; y el notario
aprovechó para quedarse una vez que los otros se fueron.
No resultó extraño porque sucedía muy a menudo, ya que
la compañía de Utterson era muy estimada, donde se le estimaba. Para quien le
invitaba era un placer retener al taciturno notario, cuando los demás
huéspedes, más locuaces e ingeniosos, ponían el pie en la puerta; era agradable
quedarse todavía un rato con ese hombre discreto y tranquilo, casi para hacer
práctica de soledad y fortalecer el espíritu de su rico silencio, después de la
fatigosa tensión de la alegría.
Y el doctor Jekyll no era una excepción a esta regla; y
si lo mirábamos sentado con Utterson junto al fuego —un hombre alto y guapo,
sobre los cincuenta, de rasgos finos y proporcionados que reflejaban quizás una
cierta malicia, pero también una gran inteligencia y bondad de ánimo— se veía
con claridad que sentía un afecto cálido y sincero por el notario.
— ¡Escucha, Jekyll, hace tiempo que quería hablar
contigo! dijo Utterson—. ¿Recuerdas aquel testamento tuyo?
El médico, como habría podido notar un observador
atento, tenía pocas ganas de entrar en ese tema, pero supo salir con gran
desenvoltura.
— ¡Mi pobre Utterson —dijo—, eres desafortunado al
tenerme como cliente! ¡No he visto a nadie tan afligido como tú por ese
testamento mío, si quitamos al insoportable pedante de Lanyon por ésas que él
llama mis herejías científicas! Sí, ya sé que es una buena persona, no me mires
de esa forma. Una buenísima persona. Pero es un insoportable pedante, un
pedante ignorante y presuntuoso. Nadie me ha desilusionado tanto como Lanyon.
—Ya sabes que siempre lo desaprobé —insistió Utterson
sin dejarle escapar del asunto.
— ¿Mi testamento? Sí, ya lo sé —asintió el médico con
una pizca de impaciencia—. Me lo has dicho y repetido.
—Bien, te lo repito de nuevo —dijo el notario —. He
sabido algunas cosas sobre tu joven Hyde.
El rostro cordial del doctor Jekyll palideció hasta los
labios, y por sus ojos pasó como un rayo oscuro.
—No quiero oír más —dijo—. Habíamos decidido, creo,
dejar a un lado este asunto.
—Las cosas que he oído son abominables — dijo Utterson.
—No puedo hacer nada ni cambiar nada. Tú no entiendes
mi posición —repuso nervioso el médico—. Me encuentro en una situación penosa,
Utterson, y en una posición extraña…, muy extraña. Es una de esas cosas que no
se arreglan hablando.
—Jekyll, tú me conoces y sabes que puedes fiarte de mí
—dijo el notario—. Explícate, dime todo en confianza, y estoy seguro de poderte
sacar de este lío.
—Mi querido Utterson —dijo el médico— esto es
verdaderamente amable, extraordinariamente amable de tu parte. No tengo
palabras para agradecértelo. Y te aseguro que no hay persona en el mundo, ni
siquiera yo mismo, de la que me fiaría más que de ti, si tuviera que escoger.
Pero, de verdad, las cosas no están como crees, la situación no es tan grave.
Para dejar en paz a tu buen corazón te diré una cosa: podría liberarme del
señor Hyde en cualquier momento que quisiera. Te doy mi palabra. Te lo
agradezco infinitamente una vez más pero, sabiendo que no te lo tomarás a mal,
también añado esto: se trata de un asunto estrictamente privado, por lo que te
ruego que no volvamos sobre el mismo.
Utterson reflexionó unos instantes, mirando al fuego:
—De acuerdo, no dudo que tú tengas razón— dijo por fin
levantándose.
—Pero, dado que hemos hablado y espero que por última
vez —retomó el médico—, hay un punto que quisiera que tú entendieses.
»Siento un tremendo afecto por el pobre Hyde. Sé que os
habéis visto, me lo ha dicho, y tengo miedo que no haya sido muy cortés. Pero,
repito, siento un tremendo afecto por ese joven, y, si yo desapareciese, tú
prométeme, Utterson, que lo tolerarás y que tutelarás sus legítimos intereses.
No dudo que lo harías, si supieras todo, y tu promesa me quitaría un peso de encima.
—No puedo garantizarte —dijo el notario— que conseguiré alguna
vez hacerlo a gusto.
Jekyll le puso la mano en el brazo.
—No te pido eso —dijo con calor—. Te pido sólo que
tuteles sus derechos y te pido que lo hagas por mí, cuando yo ya no esté.
Utterson no pudo contener un profundo suspiro.
—Bien —dijo—. Te lo prometo.
Capítulo 4 El homicidio Carew
Casi un año después, en octubre de 18… todo Londres era
un rumor por un delito horrible, no menos execrable por su crueldad que por la
personalidad de la víctima. Los particulares que se conocieron fueron pocos
pero atroces.
Hacia las once, una camarera que vivía sola en una casa
no muy lejos del río, había subido a su habitación para ir a la cama. A esa
hora, aunque más tarde una cerrada niebla envolviese la ciudad, el cielo estaba
aún despejado, y la calle a la que daba la ventana de la muchacha estaba muy
iluminada por el plenilunio.
Hay que suponer que la muchacha tuviese inclinaciones
románticas, ya que se sentó en el baúl, que tenía arrimado al alféizar, y se
quedó allí soñando y mirando a la calle.
Nunca (como luego repitió entre lágrimas, al contar esa
experiencia), nunca se había sentido tan en paz con todos ni mejor dispuesta
con el mundo. Y he aquí que, mientras estaba sentada, vio a un anciano y
distinguido señor de pelo blanco que subía por la calle, mientras otro señor
más bien pequeño, y al que prestó poca atención al principio, venía por la
parte opuesta. Cuando los dos llegaron al punto de cruzarse (y esto
precisamente debajo de la ventana), el anciano se desvió hacia el otro y se
acercó, inclinándose con gran cortesía. No tenía nada importante que decirle,
por lo que parecía; probablemente, a juzgar por los gestos, quería sólo
preguntar por la calle; pero la luna le iluminaba la cara mientras hablaba, y
la camarera se encantó al verlo, por la benignidad y gentileza a la antigua que
parecía despedir, no sin algo de estirado, como por una especie de bien fundada
complacencia de sí.
Dirigiendo luego la atención al otro paseante, la
muchacha se sorprendió al reconocer a un tal señor Hyde, que había visto una vez
en casa de su amo y no le había gustado nada. Este tenía en la mano un bastón
pesado, con el que jugaba, pero no respondía ni una palabra y parecía escuchar
con impaciencia apenas contenida.
Y luego, de repente, estalló en un acceso de cólera,
dando patadas en el suelo, blandiendo su bastón y comportándose (según la
descripción de la camarera) absolutamente como un loco.
El anciano caballero dio un paso atrás, con aire de
quien está muy extrañado y también bastante ofendido; a esto el señor Hyde se
desató del todo y lo tiró al suelo de un bastonazo. Inmediatamente después con
la furia de un mono, saltó sobre él pisoteándolo y descargando encima una
lluvia de golpes, bajo los cuales se oía cómo se rompían los huesos y el cuerpo
resollaba en la calle. La camarera se desvaneció por el horror de lo visto y de
lo oído.
Eran las dos cuando volvió en sí y llamó a la policía.
El asesino hacía ya tiempo que se había ido, pero la víctima estaba todavía
allí en medio de la calle, en un estado horrible. El bastón con el que le
habían matado, aunque de madera dura y pesada, se había partido en dos en el
desencadenamiento de esa insensata violencia; y una mitad astillada había
rodado hasta la cuneta, mientras la otra, sin duda, se había quedado en manos
del asesino. El cadáver llevaba encima un monedero y un reloj de oro, pero
ninguna tarjeta o documento, a excepción de una carta cerrada y franqueada, que
la víctima probablemente llevaba a correos y que ponía el nombre y la dirección
del señor Utterson.
El notario estaba aún en la cama cuando le llevaron
esta carta, pero, apenas la tuvo bajo sus ojos y le informaron de las
circunstancias, se quedó muy serio.
—No puedo decir nada hasta que no haya visto el cadáver
—dijo—, pero tengo miedo de tener que daros una pésima noticia. Tened la
cortesía de esperar a que me vista.
Con el aspecto serio, después de un rápido desayuno,
dijo que le pidieran un coche de caballos y se hizo conducir a la comisaría,
adonde habían llevado el cadáver. Al verlo, admitió:
—Sí, lo reconozco —dijo—, y me duele anunciaros que se
trata de Sir Danvers Carew.
— ¡Dios mío!, ¿pero cómo es posible? —exclamó
consternado el funcionario. Luego sus ojos se encendieron de ambición
profesional—. Es un delito que hará mucho ruido. ¿Vos podríais ayudarnos a
encontrar a ese Hyde? —dijo.
Y, referido brevemente el testimonio de la camarera,
mostró el bastón partido.
Utterson se había quedado pálido al oír el nombre de
Hyde, pero al ver el bastón ya no tenía dudas; por roto y astillado que
estuviera, era un bastón que él mismo había regalado a Henry Jekyll, hacía
muchos años.
— ¿Ese Hyde es una persona de baja estatura? —pregunté.
—Muy pequeño y de aspecto mal encarado, al menos es lo
que dice la camarera.
Utterson reflexionó un instante con la cabeza gacha,
luego miró al funcionario.
—Tengo un coche ahí fuera —dijo—. Si venís conmigo,
creo que puedo llevaros a su casa.
Eran ya las nueve de la mañana y la primera niebla de
la estación pesaba sobre la ciudad como un gran manto color chocolate. Pero el
viento batía y demolía continuamente esos contrafuertes de humo; de tal forma
que Utterson, mientras avanzaba el coche lentamente de calle en calle, podía
contemplar crepúsculos de una sorprendente diversidad de gradación y matices:
aquí dominaba el negro de una noche ya cerrada, allí se encendían resplandores
de oscura púrpura, como un extenso y extraño incendio, mientras más adelante,
lacerando un momento la niebla, una imprevista y lívida luz diurna penetraba entre
las deshilachadas cortinas.
Visto en estos cambiantes escorzos, con sus calles
fangosas y sus paseantes desaliñados, con sus farolas no apagadas desde la
noche anterior o encendidas de prisa para combatir esa nueva invasión de
oscuridad, el oscuro barrio de Soho se le aparecía a Utterson como recortado en
una ciudad de pesadilla. Sus mismos pensamientos, por otra parte, eran de
tintes oscuros, y, si miraba al funcionario que tenía al lado, sentía que le
sobrecogía ese terror que la ley y sus ejecutores infunden a veces hasta en los
más inocentes.
Cuando el coche se paró en la dirección indicada, la
niebla se levantó un poco descubriendo un miserable callejón con una tasca de
vino, un equívoco restaurante francés, una tienducha de verduras y periódicos
de un sueldo, niños piojosos agachados en las puertas y muchas mujeres de
distinta nacionalidad que se iban, con la llave de casa en mano, a beber su
ginebra matutina. Un instante después la niebla había caído de nuevo, negra
como la tierra de sombra, aislando al notario de esos miserables contornos.
¡Aquí vivía el favorito de Henry Jekyll, el heredero de
un cuarto de millón de esterlinas!
Una vieja de cara de marfil y cabellos de plata vino a
abrir la puerta. Tenía mala pinta, de una maldad suavizada por la hipocresía,
pero sus modales eran educados. Sí, dijo, el señor Hyde vive aquí, pero no está
en casa; había vuelto muy tarde por la noche y apenas hacía una hora que había
salido de nuevo; en esto no había nada de extraño, ya que sus costumbres eran
muy irregulares y a menudo estaba ausente; por ejemplo, antes de ayer ella no
le había visto desde hacía dos meses.
—Bien, entonces querríamos ver sus habitaciones —dijo
el notario y, cuando la mujer se puso a protestar que era imposible, cortó por
lo sano—: El señor viene conmigo, os lo advierto, es el inspector Newcomen, de
Scotland Yard.
Un relámpago de odiosa satisfacción iluminó la cara de
la mujer, que dijo: ¡Ah, metido en líos! ¿Qué ha Hecho?
Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
—Parece que es un tipo no muy querido —observó el
funcionario—. Y ahora, buena mujer, déjenos echar un vistazo.
De toda la casa, en la que, aparte de la mujer no vivía
nadie más, Hyde se había reservado sólo un par de habitaciones; pero éstas
estaban amuebladas con lujo y buen gusto. En una alacena había vinos de
calidad, los cubiertos eran de plata, los manteles muy finos; había colgado
probablemente, pensó Utterson, un regalo de Henry Jekyll, que era un amante del
arte); y las alfombras, muchísimas, eran de colores agradablemente variados.
Sin embargo, las dos habitaciones estaban patas arriba
y mostraban que habían sido bien registradas. En el suelo se amontonaba ropa
con los bolsillos al revés; varios cajones habían quedado abiertos; y en la
chimenea, donde parecía que habían quemado muchos papeles, había un montón de
ceniza del que el inspector recuperó el canto y las matrices quemadas de un
talonario verde de cheques. Detrás de una puerta se encontró la otra mitad del
bastón, con complacencia del inspector, que así tuvo en la mano una prueba
decisiva. Y una visita al banco, donde aún había en la cuenta del asesino unos
miles de esterlinas, completó la satisfacción del funcionario.
— ¡Ya lo tengo cogido, estad seguro, señor!—dijo a
Utterson—. Pero debe haber perdido la cabeza, al haber dejado allí el bastón,
y, aún más, al haber quemado el talonario de cheques. ¡Eh, sin dinero no puede
seguir! Así que no nos queda nada más que esperarlo en el banco y enviar
mientras tanto su descripción.
Pero el optimismo del inspector se revelaría excesivo.
A Hyde le conocían pocas personas (el mismo amo de la camarera testigo del
delito lo había visto dos veces en total), y de su familia no se encontró
rastro; nunca se le había fotografiado; y los pocos que le habían encontrado
dieron descripciones contradictorias, como a menudo sucede en estos casos. En
algo estaban todos de acuerdo: el fugitivo dejaba una impresión de monstruosa
pero inexplicable deformidad.
Capítulo 5 El incidente de la carta
Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del
doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través
de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja
construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala
anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de
un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había
cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.
El notario, que era la primera vez que venía recibido
en esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin
ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza
atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados
estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos
químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se
filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la
sala, una pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por
esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y
cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía
luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio
común. Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en
la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí,
junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se
levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano
helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
— ¿Y ahora? —Dijo Utterson apenas se fue Poole—. ¿Has oído
la noticia?
Jekyll se estremeció visiblemente.
—Estaba en el comedor —murmuró—, cuando he oído gritar
a los vendedores de
Periódicos
en la plaza.
—Sólo una cosa —dijo el notario—. Carew era cliente
mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan
loco que quieras ocultar a ese individuo!
—Utterson, lo juro por Dios —gritó el médico—, juro por
Dios que ya no lo volveré a ver. Te prometo por mi honor que ya no tendré nada
que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene
necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a
salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le
gustaba nada el aire febril de Jekyll.
—Espero por ti que así sea —dijo—. Saldría tu nombre,
si se llega a procesarlo.
—Estoy convencido de ello —dijo el médico—, aunque no
pueda contarte las razones. Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar.
He…, he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera
dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de
nadie.
— ¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la
policía tras su pista?
—No, he acabado con Hyde y ya no me importa él —dijo
con fuerza Jekyll—. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto
abominable.
Utterson se quedó un momento rumiando.
Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
—Bien —dijo al final—, veamos la carta.
La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en
una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll
benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido
pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste
disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de
esta carta, que ponía la relación entre los dos bajo una luz más favorable de
lo que hubiese imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
— ¿Tienes el sobre? —preguntó.
—No —dijo Jekyll—. Lo quemé sin pensar en lo que hacía.
Pero no traía matasellos. Fue entregada en mano.
— ¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
—Haz libremente lo que creas mejor —Fue la respuesta—.
Yo ya he perdido toda confianza en mí.
—Bien, lo pensaré —replicó el notario—. Pero dime una
cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible desaparición tuya, te la
dictó Hyde?
El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer,
pero apretó los dientes y admitió.
—Lo sabía — dijo Utterson—. ¡Tenía intención de
asesinarte! ¡Te has escapado de buena!
— ¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una
lección… ¡Ah, qué lección! —dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las
manos.
Al salir, el notario se paró a intercambiar unas
palabras con Poole.
—Por cierto —dijo—, sé que han traído hoy, en mano, una
carta. ¿Quién la trajo?
Pero ese día no había llegado otra correspondencia que
la de correos, afirmó resueltamente Poole.
—Y sólo circulares —añadió.
Con esta noticia, el visitante sintió que reaparecían
todos sus temores. Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta
del laboratorio; más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las
cosas eran así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
"¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de
un miembro del Parlamento!", gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos
en la calle.
Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el
notario. Y no pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el
escándalo. La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de
que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un
consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir
directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.
Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado
de la chimenea, y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor
Guest, su oficial. En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien
calculada del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado
mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla
seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían
como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas,
rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso.
Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se
habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como
el matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un
resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la colina,
iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se
relajaron los nervios del notario. No había nadie con quien mantuviera menos
secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber
mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos de
trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de Hyde como
íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones. ¿No valía la pena
que viese esa carta clarificadora del misterio? Además, siendo un apasionado y
un buen experto en grafología, la confianza le habría parecido totalmente
natural. El oficial, por otra parte, era persona de sabio consejo; difícilmente
habría podido leer ese documento tan extraño sin dejar de hacer una
observación: y quizás así, vete a saber, Utterson habría encontrado la
sugerencia que buscaba.
—Un triste lío —dijo— lo de Sir Danvers.
—Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación
—dijo el señor Guest—. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
—Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un
documento, una carta de su puño y letra —dijo Utterson—. Se entiende que este
escrito queda entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un
lío feo es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece
hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.
Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante
después ya estaba inmerso en el examen de la carta, que estudió con un
apasionado interés.
—No, señor —dijo al final—. No está loco. Pero tiene
una caligrafía muy extraña.
—Es extraña desde todos los puntos de vista —dijo
Utterson.
Justo en ese momento entró un criado con una nota.
— ¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido
reconocer la caligrafía en el sobre —se interesó el oficial mientras el notario
desdoblaba el papel— ¿Algo privado, señor Utterson?
—Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
—Sólo un momento, gracias —dijo el señor Guest.
Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una
minuciosa comparación.
—Gracias —repitió al final devolviendo ambos—. Un
autógrafo muy interesante.
Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar
consigo mismo.
— ¿Por qué los habéis comparado, Guest? —preguntó
luego, de repente.
—Bien, señor —dijo el otro, hay un parecido muy
singular; las dos caligrafías tienen una inclinación distinta, pero por lo
demás son casi idénticas.
—Muy curioso —dijo Utterson.
—Es un hecho, como decís, muy curioso — dijo el señor
Guest.
—Por lo que yo no hablaría de esta carta.
—No —dijo el señor Guest—. Ni yo tampoco, señor.
Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la
carta en la caja fuerte y decidió dejarla allí. "¡Misericordia! —pensó—.
¡Henry Jekyll falsario, a favor de un asesino!" Y la sangre se le heló en
las venas.
Capítulo
6 El extraordinario incidente del doctor Lanyon
Pasó el tiempo. Una recompensa de miles de esterlinas
pendía sobre la cabeza del asesino (ya que la muerte de Sir Danvers se había
sentido como una afrenta a toda la comunidad, pero Hyde seguía escapando a la
búsqueda como si no hubiera existido nunca. Muchas cosas de su pasado, y todas
abominables, habían salido a la luz: se conocieron sus inhumanas crueldades y
vilezas, su vida ignominiosa, sus extrañas compañías, el odio que parecía haber
inspirado cada una de sus acciones. Pero no había ni el más mínimo rastro sobre
el lugar en que se escondía. Desde el momento en que había dejado su casa de
Soho, la mañana del delito, Hyde pura y simplemente había desaparecido.
Así, poco a poco, Utterson empezó a reponerse de las
peores sospechas y a recuperar algo la calma. La muerte de Sir Danvers, llegó a
pensar, está más que pagada con la desaparición del señor Hyde. Jekyll parecía
renacido a nueva vida ahora que ya no sufría esa influencia nefasta. Salido de
su aislamiento, volvió a frecuentar a los amigos y a recibirlos con la
familiaridad y cordialidad de una vez; y si siempre había sobresalido por sus
obras de caridad, ahora se distinguía también por su espíritu religioso.
Llevaba una vida activa, pasaba mucho tiempo al aire libre, en su mirada se
reflejaba la conciencia de quien no pierde ocasión para hacer el bien. Y así,
en paz consigo mismo, vivió más de dos meses.
El 8 de enero Utterson había cenado en casa de él con
otros amigos, entre ellos también Lanyon, y la mirada de Jekyll había corrido
de uno a otro como en los viejos tiempos, cuando los tres eran inseparables.
Pero el 12, y de nuevo el 14, el notario pidió inútilmente ser recibido.
El doctor se había cerrado en casa y no quería ver a
nadie, dijo Poole.
El 15, tras un nuevo intento y un nuevo rechazo,
Utterson empezó a preocuparse. Se había acostumbrado a ver a su amigo casi
todos los días, en los últimos dos meses, y esa vuelta a la soledad le
preocupaba y entristecía. La noche después cenó con Guest, y la siguiente fue a
casa del doctor Lanyon.
Allí, al menos, fue recibido sin ninguna dificultad;
pero se aterrorizó al ver cómo había cambiado Lanyon en pocos días: en la cara,
escrita con letras muy claras, se leía su sentencia de muerte. Ese hombre de
color rosáceo se había quedado térreo, enflaquecido, visiblemente más calvo,
más viejo en años; y sin embargo no fueron tanto estas señales de decadencia
física las que detuvieron la atención del notario sino una cualidad de su
mirada, algunas particularidades del comportamiento, que parecían testimoniar
un profundo terror. Era improbable, en un hombre como Lanyon, que ese terror
fuese el terror de la muerte; sin embargo Utterson tuvo la tentación de
sospecharlo.
"Sí —pensó—, es médico, sabe que tiene los días
contados, y esta certeza lo trastorna".
Pero cuando, cautamente, el notario aludió a su mala
cara, Lanyon con valiente firmeza declaró que sabía que estaba condenado.
—He sufrido un golpe tremendo —dijo—, y sé que no me
recuperaré; es cuestión de semanas. Bien, ha sido una vida agradable. Sí,
señor, agradable. Vivir me causaba placer. Pero a veces pienso que, si lo
supiéramos todo, nos iríamos más contentos.
—También Jekyll está enfermo —dijo Utterson—. ¿Lo has
visto?
Lanyon cambió la cara y levantó una mano temblorosa.
—No quiero ver —dijo con voz alta enfermiza— ni oír
hablar jamás del doctor Jekyll. He terminado definitivamente con esa persona; y
te ruego que me ahorres todo tipo de alusiones a un hombre que para mí es como
si hubiera muerto.
— ¡Bueno! —dijo Utterson. Y luego, tras una larga
pausa—: ¿No puedo hacer nada? Somos tres viejos amigos, Lanyon. No viviremos
bastante para hacer otros nuevos.
—Nadie puede hacer nada —respondió Lanyon—.
Pregúntaselo a él.
—No quiere verme —dijo el notario.
—No me extraña —fue la respuesta—. Un día, Utterson,
Después
de que yo haya muerto, sabrás quizás lo que ha pasado. Yo no puedo contártelo.
Pero mientras tanto, si te sientes con fuerzas para hablar de otra cosa,
quédate aquí y hablemos; de lo contrario, si no consigues no volver sobre ese
maldito asunto, te ruego en nombre de Dios que te vayas, porque no podría
soportarlo.
Utterson, nada más volver a casa, escribió a Jekyll
quejándose de que ya no le admitieran en su casa y preguntando la razón de la
infeliz ruptura con Lanyon. Al día siguiente le llegó una larga respuesta, de
aire muy patético en algunos puntos oscuros y ambiguos en otros. La
desavenencia con Lanyon era definitiva. "No reprocho a nuestro viejo amigo
—escribía Jekyll—, pero tampoco yo lo quiero ver nunca. De ahora en adelante,
por otra parte, llevaré una vida muy retirada. Tú, por tanto, no te extrañes y
no dudes de mi amistad si mi puerta permanece a menudo cerrada incluso para ti.
Deja que me vaya por mi oscuro camino. He atraído sobre mí un castigo y un
peligro que no puedo contarte. Si soy el peor de los pecadores pago también la
peor de las penas. Nunca habría pensado que en esta tierra se pudieran dar
sufrimientos tan inhumanos, terrores tan atroces. Y lo único que puedes hacer,
Utterson, para aliviar mi destino, es respetar mi silencio.
El notario se quedó consternado. Cesado el oscuro
influjo de Hyde, el médico había vuelto a sus antiguas ocupaciones y amistades;
hace una semana le sonreía el futuro, sus perspectivas eran las de una madurez
serena y honorable; y ahora había perdido sus amistades, se había destruido su
paz y se había perturbado todo el equilibrio de su vida. Un cambio tan radical
e imprevisto hacía pensar en la locura, pero, consideradas las palabras y la
postura de Lanyon, debía haber otra razón más oscura.
Una semana más tarde el doctor Lanyon tuvo que meterse
en la cama, y murió en menos de quince días. La noche del funeral, al que había
asistido con profunda tristeza, Utterson se cerró con llave en su despacho, se
sentó a la mesa, y a la luz de una melancólica vela sacó y puso delante de sí
un sobre lacrado. El sello era de su difunto amigo, lo mismo que el rótulo, que
decía: "PERSONAL: en mano a G.J. Utterson EXCLUSIVAMENTE, y destruirse
cerrado en caso de premorte suya".
Frente a una orden tan solemne, el notario renunció
casi a seguir adelante. "He enterrado hoy a un amigo —pensó— ¿y quién sabe
si esta carta no puede costarme otro?" Pero luego, leal a sus obligaciones
y condenando su miedo, rompió el lacre y abrió el sobre. Dentro había otro,
también éste lacrado y con el rótulo siguiente: "No abrirse nada más que
después de la muerte o desaparición del doctor Henry Jekyll".
Utterson no creía a sus ojos. Sin embargo, la palabra
era de nuevo "desaparición", como en el loco testamento que desde
hacía ya un tiempo había restituido a su autor. Una vez más, la idea de
desaparición y el nombre de Henry Jekyll aparecían unidos. Pero en el
testamento la idea había nacido de una siniestra sugerencia de Hyde, por un fin
demasiado claro y horrible; mientras aquí, escrita de puño de Lanyon, ¿qué
podía significar? El notario sintió tal curiosidad, que por un instante pensó
saltarse la prohibición e ir inmediatamente al fondo de esos misterios. Pero el
honor profesional y la lealtad hacia un amigo muerto eran obligaciones
demasiado apremiantes; y el sobre se quedó durmiendo en el rincón más alejado
de su caja fuerte privada.
Sin embargo, una cosa es mortificar la propia
curiosidad y otra es vencerla; y se puede dudar de que Utterson, desde ese día
en adelante, desease tanto la compañía de su amigo superviviente. Pensaba en él
con afecto, pero sus pensamientos eran distraídos e inquietos.
Aunque iba a visitarlo, sentía quizás alivio cuando no
lo recibía; en el fondo, quizás, prefería charlar con Poole a la entrada, al
aire libre y en medio de los ruidos de la ciudad, más bien que ser recibido en
aquella casa de prisión voluntaria y sentarse a hablar con su inescrutable
recluso. Poole, por otra parte, no tenía noticias agradables que dar. El
médico, por lo que parecía, estaba cada vez más a menudo confinado en la
habitación de encima del laboratorio, donde incluso a veces dormía; estaba
constantemente deprimido y taciturno, ni siquiera leía, parecía presa de un
pensamiento que no le dejaba nunca. Utterson se acostumbró tanto a estas
noticias, invariablemente desalentadoras, que poco a poco espació sus visitas.
Actividades:
1. ¿Sobre qué papel
hablan en el tercer capítulo Utterson y Jeckyll?
2.
¿Quién era Carew?
3.
¿Qué sucedió en el cuarto capítulo del libro?
4.
Menciona y describe a los personajes que se mencionan del cuarto
capítulo.
5.
Realiza una ilustración donde reúnas los momentos más
importantes (a tu parecer) que se narran en los capítulos.
6.
¿Cómo era esa habitación donde se hospedaba Hyde?
7.
¿Cuál fue la prueba que
encontraron en la habitación de Hyde?
8. Realiza un listado
sobre los beneficios que aporta la lectura y la escritura, mínimo 10.
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