GUÍA N°4 PLAN LECTOR NOVENO

 GUÍA N°4 PLAN LECTOR NOVENO.


 

INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY

DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473

Código: FA 21

Fecha: 20/04/2020

Guía de aprendizaje por núcleos temáticos No 4

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Docente (s):

Nayive Melo Duque

Grados:

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Año:

2021

Período:

Núcleo Temático:

Plan lector

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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos de grado:

Diseñar, con elementos visuales y auditivos, una propuesta personal sobre su memoria literaria.

 

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Competencias:

1.     Expreso críticamente la interpretación del texto leído durante el primer y parte del segundo período, acudiendo a otros recursos de comunicación como: vídeos, fotografías, ilustraciones, etc…

2.     Argumento frente al género de suspenso, terror y sus diferentes manifestaciones, dentro de lo leído y aplicado en la vida cotidiana.

3.     Comprendo y analizo la posición del escritor del género de suspenso y terror ante el manejo de la tensión narrativa.

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Indicadores de desempeño:

1.     Analizar los aspectos textuales, conceptuales y formales del libro que estoy leyendo.

2.     Leer con sentido crítico la obra literaria del período.

3.     Identificar estrategias que garantizan coherencia, cohesión y pertinencia del texto.

Introducción:

Cordial saludo queridos estudiantes:

En esta guía están los capítulos siete, ocho y nueve. En ellos deberás identificar sucesos importantes, ser críticos, ir más allá de lo expresado en la lectura, debes estar atento a las explicaciones en los encuentros por Zoom y participar activamente. A los que trabajan por guías deben estar pendientes porque se les hará una llamada o vídeo llamada para saber cómo van y despejar las dudas que estén sin resolver.

Ánimo, porque la lectura nos abre las puertas del mundo que nos atrevamos a imaginar.

No olvides que, tus profes, te queremos mucho.

Un abrazo gigantesco para ti y tu familia.

 

Capítulo 7   El incidente de la ventana
    Sucedió que un domingo, Utterson y su amigo, en su paseo habitual, volvieron a pasar por aquella calle, al llegar ante aquella puerta, ambos se detuvieron a mirarla.
    —Bien.

   dijo Enfield—, afortunadamente se acabó aquella historia.

Ya no veremos nunca al señor Hyde.
    —Esperemos

   dijo Utterson—. ¿Os he dicho que lo vi una vez y que inmediatamente también yo lo detesté?
    —Imposible verlo sin detestarlo

   replicó Enfield—. Pero, ¡qué burro me habréis juzgado! ¡No saber que esa puerta es la de atrás de la casa de Jekyll! Luego lo he descubierto, y, en parte, por culpa vuestra.
    — ¿Así que lo habéis descubierto?

—Dijo Utterson—. Pues, si es así, venga, ¿por qué no entramos en el patio y echamos un vistazo a las ventanas? De verdad, me preocupa mucho el pobre Jekyll, y pienso que una presencia amiga le pueda hacer bien, incluso desde fuera.
    El patio estaba frío y húmedo, ya invadido por un precoz crepúsculo, aunque el cielo, en lo alto, estuviese iluminado por el ocaso. Una de las tres ventanas estaba medio abierta; y sentado allí detrás, con una expresión de infinita tristeza en la cara, como un prisionero que toma aire entre rejas, Utterson vio al doctor Jekyll.
    — ¡Eh! ¡Jekyll! —gritó—. ¡Espero que estés mejor!
    —Estoy muy decaído, Utterson —respondió lúgubre el otro—, muy decaído. Pero no me durará mucho, gracias a

Dios.
    —Estás demasiado en casa —dijo el notario—. Deberías salir, caminar, activar la circulación como hacemos nosotros dos. (¡El señor Enfield, mi primo! ¡El doctor Jekyll!). ¡Venga, ponte el sombrero y ven a dar una vuelta con nosotros!
    — ¡Eres muy amable!  

   suspiró el médico— Me gustaría, pero… No, no, no, es imposible; no me atrevo. Pero, de verdad, Utterson, estoy muy contento de verte. Es realmente un gran placer. Y te pediría que subieras con el señor Enfield, si os pudiera recibir aquí. Pero no es el lugar adecuado.
    —Entonces nosotros nos quedamos abajo y hablamos desde aquí —dijo cordialmente Utterson—. ¿No?
    —Iba a proponéroslo yo —dijo el médico con una sonrisa.
    Pero, apenas había dicho estas palabras, desapareció la sonrisa de golpe y su rostro se contrajo en una mueca de tan desesperado, abyecto terror, que los dos en el patio sintieron helarse. Lo vieron sólo un momento, porque instantáneamente Se cerró la ventana, pero bastó ese momento para morirse de miedo; se dieron media vuelta y dejaron el patio sin una palabra. Siempre en silencio cruzaron la calle, y sólo después de llegar a una más ancha, donde incluso los domingos había más animación, Utterson se volvió por fin y miró a su compañero. Ambos estaban pálidos y en sus ojos había el mismo susto.
    — ¡Dios nos perdone! ¡Dios nos perdone! —dijo Utterson.
    Pero Enfield se limitó gravemente a asentirlo con la cabeza, y continuó caminando en silencio.

Capítulo 8   La última noche
    Utterson estaba sentado junto al fuego una noche, después de cenar, cuando recibió la inesperada visita de Poole.
    — ¡Qué sorpresa, Poole! ¿Cómo por aquí? —exclamó.

   Luego, mirándolo mejor, preguntó con aprensión—: ¿Qué pasa? ¿El doctor está enfermo?
    —Señor Utterson —dijo el criado—, hay algo que no me gusta, que no me gusta nada.
    — ¡Sentaos y tranquilizaos! Bueno, tomad un vaso —dijo el notario—. Y ahora decidme con claridad qué pasa.
    —Bien, señor —dijo Poole—, vos sabéis cómo es el doctor y cómo estaba siempre encerrado allí, en la habitación de encima del laboratorio. Pues bien, la cosa no me gusta, señor, que yo me muera si me gusta. Tengo miedo, señor Utterson.
    — ¡Pero explicaos, buen hombre! ¿De qué tenéis miedo?
    —Tengo miedo desde hace unos días, quizás desde hace una semana —dijo Poole eludiendo obstinadamente la pregunta—, y ya no aguanto más.
    El criado tenía un aire que confirmaba estas palabras; había perdido sus modales irreprochables, y salvo un instante, cuando había declarado por primera vez su terror, no había mirado nunca a la cara al notario. Ahora estaba allí con su vaso entre las rodillas, sin haber bebido un sorbo, y miraba fijo a un rincón del suelo.
    —No aguanto más —repitió.
    — ¡Venga, venga! —dijo el notario. Veo que tenéis vuestras buenas razones, Poole, veo que, de verdad, tiene que ser algo serio. Intentad explicarme de qué se trata.
    —Pienso que se trata…, pienso que se ha cometido un delito —dijo Poole con voz ronca.
    — ¡Un delito! —gritó el notario asustado, y por consiguiente propenso a la irritación—. ¿Pero qué delito? ¿Qué queréis decir?
    —No me atrevo a decir nada, señor —fue la respuesta—. ¿Pero no querríais venir conmigo y verlo vos mismo?
    Utterson, por respuesta, fue a coger sombrero y gabán; y, mientras se disponían a salir, le impresionó tanto el enorme alivio que se leía en la cara del mayordomo como, quizás aún más, el hecho de que el vaso se hubiera quedado lleno.
    Era una noche fría y ventosa de marzo, con una hoz de luna que se apoyaba de espaldas, como volcada por el viento, entre una fuga de nubes deshilachadas y diáfanas. Las ráfagas que azotaban la cara, haciendo difícil hablar, parecían haber barrido casi a toda la gente de las calles. Utterson no se acordaba de haber visto nunca tan desierta esa parte de Londres. Precisamente ahora deseaba todo lo contrario. Nunca en su vida había tenido una necesidad tan profunda de sus semejantes, de que se hicieran visibles y tangibles a su alrededor, ya que por mucho que lo intentara no conseguía sustraerse a un aplastante sentimiento de desgracia. La plaza, cuando llegaron, estaba llena de aire y polvo, con los finos árboles del jardín central que gemían y se doblaban contra la verja. Poole, que durante todo el camino había ido uno o dos pasos delante, se paró en medio de la acera y se quitó el sombrero, a pesar del frío, para secarse la frente con un pañuelo rojo. Aunque hubiese caminado de prisa, aquel sudor era de angustia, no de cansancio. Tenía la cara blanca, y su voz, cuando habló, estaba rota y ronca.
    —Bien, señor, ya estamos —dijo—. ¡Quiera Dios que no haya pasado nada!
    —Amén, Poole —dijo Utterson.
    Luego el mayordomo llamó cautamente y la puerta se entreabrió, pero sujeta con la cadena.
    — ¿Sois vos, Poole? —preguntó una voz desde dentro.
    —Abrid, soy yo —dijo Poole.
    El atrio, cuando entraron, estaba brillantemente iluminado, el fuego de la chimenea ardía con altas llamaradas y todo el servicio, hombres y mujeres, estaba reunido allí como un rebaño de ovejas. Al ver a Utterson, La camarera rompió en lamentos histéricos, y la cocinera gritando: "¡Bendito sea Dios! ¡Es el señor Utterson!" se lanzó como si fuera a abrazarlo.
    — ¡Y esto? ¿Esto? ¡Estáis todos aquí! —dijo el notario con severidad—. ¡Muy mal! ¡Muy inconveniente! ¡A vuestro amo no le gustaría nada!
    —Tienen todos miedos —dijo Poole.
    Nadie rompió el silencio para protestar. El llanto de lamentos de la camarera de repente se hizo más Fuerte.
    — ¡Cállate un momento! —le gritó Poole con un acento agresivo, que traicionaba la tensión de sus nervios.
    Por otra parte todos, cuando la muchacha había levantado el tono de sus lamentos, habían mirado con sobresalto a la puerta del fondo, con una especie de amedrentada expectación.
    —Y ahora —continuó el mayordomo dirigiéndose al mozo de cocina—, dame una vela, y vamos a ver si ponemos en orden esta situación.
    Luego rogó a Utterson que le siguiera, y le abrió camino atravesando el jardín por atrás.
    — Ahora, señor —dijo mientras llegaban al laboratorio—, venid detrás lo más despacio que podáis. Quiero que oigáis sin que os oigan. Y otra cosa, señor: si por casualidad os pidiese entrar allí con él, no lo hagáis.
    El notario, ante esta insospechada conclusión tropezó tan violentamente que casi pierde el equilibrio; pero se superó y siguió en silencio al criado, por la sala anatómica, hasta la corta rampa que llevaba arriba. Aquí Poole le hizo señas de ponerse a un lado y escuchar, mientras él, posada la vela y recurriendo de forma visible a todo su valor, subió las escaleras y llamó, con mano algo insegura, a la puerta forrada con paño rojo.
    —Señor, el señor Utterson solicita verlo— dijo. E hizo de nuevo enérgicamente señas al notario que escuchara.
    Una voz, desde el interior, respondió lastimosamente:
    —Decidle que no puedo ver a nadie.
    —Gracias señor —dijo Poole con un tono que era casi de triunfo. Y cogiendo la vela, recondujo al notario por el patio y por la enorme cocina, en la que estaba apagado el fuego y las cucarachas correteaban por el suelo—. Bien —preguntó mirando al notario a los ojos—, ¿era esa la voz de mi amo?
    —Parecía muy cambiada —replicó Utterson con la cara pálida, pero devolviendo la mirada con fuerza.
    — ¿Cambiada, señor? ¡Más que cambiada!
    ¡No me habré pasado veinte años en casa de este hombre para no reconocer su voz! No, la verdad es que mi amo ya no está, lo han matado hace ocho días, cuando le hemos oído por última vez que gritaba e invocaba el nombre de Dios. ¡Y no sé quién está ahí dentro en su lugar, y por qué se queda ahí, pero es algo que grita venganza al cielo, señor Utterson!
    —Oíd, Poole —dijo Utterson mordiéndose el índice—, esta historia vuestra es realmente muy extraña, diría de locura. Porque suponiendo…, o sea suponiendo, como suponéis vos, que el doctor Jekyll haya sido…, sí, que haya sido asesinado, ¿qué razón podría tener el asesino para quedarse aquí?. No, es absurdo, es algo que no se tiene absolutamente en pie.
    —Bueno, señor Utterson, no se puede decir que seáis fácil de convencer, pero lo conseguiré —dijo Poole—. Tenéis que saber que, durante toda la última semana el hombre… o lo que sea… que vive en esa habitación ha estado importunando día y noche para obtener una medicina que no conseguimos encontrarle. Sí, también él…, mi amo, quiero decir… también él algunas veces escribía sus órdenes en un trozo de papel, que tiraba después en la escalera. Pero de una semana para acá no tenemos nada más que esto: trozos de papel, y una puerta cerrada que se abría sólo a escondidas, cuando no había nadie que viese quién cogía la comida que dejábamos allí delante. Pues bien, señor, todos los días, incluso dos o tres veces al día, había nuevas órdenes y quejas que me mandaban a dar vueltas por todas las farmacias de la ciudad.
    Cada vez que volvía con esos encargos, otro papel me decía que no servía, que no era puro, por lo que, de nuevo, debía ir a buscarlo a otra farmacia. Debe tener una necesidad verdaderamente extraordinaria para lo que le sirva.
    — ¿Tenéis un trozo de papel de ésos? —preguntó Utterson.
    Poole metió la mano en el bolsillo y sacó un papel arrugado, que el notario, agachándose sobre la vela, examinó atentamente. Se trataba de una carta dirigida a una casa farmacéutica, así concebida: "El doctor Jekyll saluda atentamente a los Sres. Maw y comunica que la última muestra que le ha sido enviada no responde para lo que se necesita, ya que es impura. El año 18… el Dr. J. adquirió de los Sres. M. una notable cantidad de la sustancia en cuestión. Se ruega, por tanto, que miren con el mayor escrúpulo si tienen aún de la misma calidad, y la envíen inmediatamente. El precio no tiene importancia tratándose de algo absolutamente vital para el Dr. J."
    Hasta aquí el tono de la carta era bastante controlado; pero luego, con un repentino golpe de pluma, el ansia del que escribía había tomado la delantera con este añadido: "¡Por amor de Dios, encontradme de la misma!"
    — ¡Es carta extraña! — dijo Utterson—. Pero —añadió luego bruscamente—, ¿pero cómo la habéis abierto?
    —La ha abierto el dependiente de Maw, señor —dijo Poole—. Y se ha enfadado tanto, que me la ha tirado como si fuera papel usado.
    —La caligrafía es del doctor Jekyll, ¿os habéis Fijado? —retomó Utterson.
    —Pienso que se parece —contestó el criado con alguna duda. Y cambiando la voz añadió—: ¿Pero qué importa la caligrafía? ¡Yo le he visto a él!
    — ¿Que le has visto? — repitió el notario—. ¿Y entonces?
    —Pues, entonces —dijo Poole—. Entonces sucedió así. Yo he entrado en la sala anatómica por el jardín, y él, por lo que parece, había bajado a buscar esa medicina o lo que sea, ya que la puerta de arriba estaba abierta; y efectivamente se encontraba allí en el rincón buscando en unas cajas. Ha levantado la cabeza, cuando he entrado, y con una especie de grito ha echado a correr, ha desaparecido en un instante de la habitación. ¡Ah, lo he visto sólo un momento, señor, pero se me han erizado los pelos de la cabeza! ¿Por qué, si ése era mi amo, por qué llevaba una máscara en la cara? Si era mi amo, ¡por qué ha gritado como una rata y ha huido así, al verme? He estado a su servicio tantos años, y ahora…
    El mayordomo se interrumpió con aire tenebroso, pasándose una mano por la cara.
    —En realidad son circunstancias muy extrañas —dijo Utterson—. Pero diría que por fin empiezo a ver un poco de claridad. Vuestro amo, Poole, evidentemente ha cogido una de esas enfermedades que no sólo torturan al paciente, sino que lo desfiguran. Esto, por cuanto sé, puede explicar perfectamente la alteración de la voz; y explica también la máscara, explica el hecho de que no quiera ver a nadie, explica su ansia de encontrar esa medicina con la que espera aún poder curarse. ¡Y Dios quiera que así sea, pobrecillo! Esta es mi explicación, Poole. Es una explicación muy triste, ciertamente, muy dolorosa de aceptar, pero es también simple, clara, natural, y nos libra de peores temores.
    —Señor —dijo el otro tapándose de una especie de palidez a capas—, esa cosa no era mi amo, y ésta es la verdadera verdad. ¡Mi amo —aquí el mayordomo miró alrededor y bajó la Voz casi hasta un susurro— es alto y fuerte, y eso era casi un enano!… Ah —exclamó interrumpiendo al notario, que intentaba protestar—, ¿pensáis que no habría reconocido a mi amo después de veinte años? ¡Pensáis que no sé dónde llega con la cabeza, pasando por una puerta, después de haberlo visto todas las mañanas de mi vida? No, señor, esa cosa enmascarada no ha sido nunca el doctor Jekyll. ¡Dios sabe lo que es, pero no ha sido nunca el doctor Jekyll! Para mí, os lo repito, lo único seguro es que aquí ha habido un delito.
    —Y bien —dijo Utterson—. Y si así lo creéis, mi obligación es ir al fondo de las cosas. En cuanto entiendo respetar la voluntad de vuestro amo, en cuanto su carta parece probar que está todavía vivo, es mi obligación echar abajo esa puerta.
    — ¡Ah, así se habla! —gritó el mayordomo.
    —Pero veamos. ¿Quién la va a echar abajo?
    —Pues bien, vos y yo, señor —fue la firme respuesta.
    —Muy bien dicho —replicó el notario—. Y suceda lo que suceda, Poole, no tendréis nada de que arrepentiros.
    —En la sala anatómica hay un hacha —continuó el mayordomo—, y vos podríais coger el atizador.
    El notario agarró con la mano ese rústico y fuerte instrumento y lo sopesó.
    — ¿Sabéis, Poole —dijo levantando la cabeza—, que nos enfrentamos a un cierto peligro?
    —Sí, señor, lo sé.
    —Entonces hablemos con franqueza. Los dos pensamos más de lo que hemos dicho.
    ¿Habéis reconocido a esa figura enmascarada que habéis visto?
    —Mirad. Ha desaparecido tan de prisa, y corría tan encorvada, que no podría realmente juraros… Pero, si me preguntáis sí creo que fuese el señor Hyde, entonces tengo que deciros que sí. Tenía el mismo cuerpo y el mismo estilo ágil de moverse. ¿Y después de todo quién, si no él, habría podido entrar por la puerta del laboratorio? No hay que olvidar que cuando asesinó a Sir Danvers tenía aún la llave. Pero no es eso todo. ¿No sé si vos, señor Utterson, os habéis encontrado con el señor Hyde?
    —Sí —dijo el notario—. He hablado con él una vez.
    —Entonces os habréis dado cuenta, como todos nosotros, de que tenía algo de horriblemente…, no sé cómo decir…, algo que os helaba la médula.
    —Sí, debo decir que también yo he tenido una sensación de ese tipo.
    Vale, señor. Pues bien, cuando esa cosa enmascarada, que estaba allí rebuscando entre las cajas, se marchó como un mono y desapareció en la habitación de arriba, yo sentí que me corría por la espalda un escalofrío de hielo. ¡Ah, ya sé que no es una prueba, señor Utterson, pero un hombre sabe lo que siente, y yo juraría sobre la Biblia que ése era el señor Hyde!
    —Tengo miedo que tengáis razón —dijo Utterson—. Ese maldito vínculo, nacido del mal, no podía llevar más que a otro mal. Ya, por desgracia, os creo. También yo pienso que el pobre Harry ha sido asesinado y que el asesino está todavía en esa habitación, Dios sabe por qué. Pues bien, que nuestro nombre sea venganza. Llamad a Bradshaw.
    El camarero llegó nervioso y palidísimo.
    — ¡Tranquilizaos, Bradshaw! —dijo el notario—. Esta espera os ha sometido a todos a una dura prueba, lo entiendo, pero ya hemos decidido terminar. Poole y yo iremos al laboratorio y forzaremos esa puerta. Si nos equivocamos, tengo anchas espaldas para responder de todo. Pero mientras tanto, si por caso en realidad se ha cometido un crimen y el criminal intenta huir por la puerta de atrás, vos y el muchacho de cocina id allí y colocaos de guardia con dos buenos garrotes. Os damos diez minutos para alcanzar vuestros puestos —concluyó mirando el reloj—. Y nosotros vayamos a los nuestros —dijo luego a Poole, retomando el atizador y saliendo el primero al patio.
    Nubes más densas tapaban la luna, la noche se había oscurecido, y el viento, que en la profundidad del patio llegaba sólo a ráfagas, hacía que la llama de la vela oscilase. Llegados por fin a cubierto en el laboratorio, los dos se sentaron en muda espera. Londres hacía oír alrededor su sordo murmullo, pero en el laboratorio todo era silencio, a excepción de un rumor de pasos que iban de arriba abajo en la habitación de arriba.
    —Así pasea todo el día, señor —murmuró Poole—, y también durante casi toda la noche.
    Sólo cuando le traía una muestra de ésas tenía un poco de reposo. ¡Ah, no hay peor enemigo del sueño que la mala conciencia! ¡Hay sangre derramada en cada uno de esos pasos! Pero escuchad bien, escuchad mejor, señor Utterson, y decidme: ¿Son los pasos del doctor?
    Los pasos, aunque lentos, eran extrañamente elásticos y ligeros, bien distintos de esos seguros y pesados de Henry Jekyll.
    — ¿Y no habéis oído nada más? —preguntó el notario.
    Poole admitió.
    —Una vez —susurró—, una vez le he oído llorar.
    — ¿Llorar? — dijo Utterson sintiendo llenarse de nuevo horror—. ¿Cómo?
    —Llorar como una mujer, como un alma en pena— dijo el mayordomo. Tanto que, cuando me fui, casi lloraba también yo, por el peso que tenía en el corazón.
    Casi habían pasado los diez minutos. Poole agarró el hacha de un montón de paja de embalaje, puso la vela de forma que alumbrase la puerta, y ambos, encima de la escalera, se acercaron
conteniendo la respiración, mientras los pasos seguían de arriba abajo, de abajo arriba, en el silencio de la noche.
    — ¡Jekyll, pido verte! —gritó fuerte Utterson.
    Y después de haber esperado una respuesta que no llegó, continuó—: Te advierto que ya sospechamos lo peor, por lo que tengo que verte, y te veré o por las buenas o por las malas. ¡Abre!
    — ¡Utterson, por el amor de Dios, ten piedad!—dijo la voz.
    — ¡Ah, éste no es Jekyll —gritó el notario—, ésta es la voz de Hyde! ¡Abajo la puerta, Poole!
    Poole levantó el hacha y lanzó un golpe que retronó en toda la casa, arrancando casi la puerta de los goznes y de la cerradura. De dentro vino un grito horrible, de puro terror animal.
    De nuevo cayó el hacha, y de nuevo la puerta pareció saltar del marco. Pero la madera era gruesa, los herrajes muy sólidos, y sólo al quinto golpe la puerta arrancada cayó hacia dentro sobre la alfombra.
    Los sitiadores se retrajeron un poco, impresionados por su propia bulla y por el silencio total que siguió, antes de mirar dentro. La habitación estaba alumbrada por la luz tranquila de la vela, y un buen fuego ardía en la chimenea, donde la tetera silbaba su débil motivo. Un par de cajones estaban abiertos, pero los papeles estaban en orden en el escritorio, y en el rincón junto al fuego estaba preparada una mesita para el té. Se podría hablar de la habitación más tranquila de Londres, e incluso de la más normal, aparte los armarios de cristales con sus aparatos de química.
    Pero allí en medio, en el suelo, yacía el cuerpo dolorosamente contraído y aún palpitante de un hombre. Los dos se acercaron de puntillas y, cautamente, lo dieron vuelta sobre la espalda: era Hyde. El hombre vestía un traje demasiado grande para él, un traje de la talla de Jekyll, y los músculos de la cara todavía le temblaban como por una apariencia de vida. Pero la vida ya se había ido, y por la ampolla rota en la mano contraída, por el olor a almendras amargas en el aire, Utterson supo que estaba mirando el cadáver de un suicida.
    —Hemos llegado demasiado tarde —dijo bruscamente— tanto para salvar como para castigar. Hyde se ha ido a rendir cuentas, Poole, y a nosotros no nos queda más que encontrar el cuerpo de vuestro amo.
    El edificio comprendía fundamentalmente la sala anatómica, que ocupaba casi toda la planta baja y recibía luz por una cristalera en el techo, mientras la habitación de arriba formaba un primer piso por la parte del patio. Entre la sala anatómica y la puerta de la calle había un corto pasillo, que comunicaba con la habitación de arriba mediante una segunda rampa de escaleras.
    Luego había varios trasteros y un amplio sótano. Todo esto, ahora, se registró a fondo. Para los trasteros bastó un vistazo, porque estaban vacíos y, a juzgar por el polvo, nadie los había abierto desde hacía tiempo. En cuanto al sótano, estaba lleno de trastos, ciertamente de tiempos del cirujano que lo había habitado antes que Jekyll; y, de todas formas, se comprendió en seguida que buscar allí era inútil por el tapiz de telarañas que bloqueaba la escalera. Pero no se encontraron en ningún sitio rastros de Jekyll ni vivo ni muerto.
    Poole pegó con el pie en las losas del pasillo.
    —Debe estar sepultado aquí —dijo escuchando a ver si el suelo resonaba a vacío.
    — ¿Puede haber huido por allí —dijo Utterson indicando la puerta de la calle.
    Se acercaron a examinarla y la encontraron cerrada con llave. La llave no estaba, pero luego la vieron en el suelo allí cerca, ya oxidada. Poole la recogió.
    —Tiene pinta de que no la han usado hace mucho —dijo el notario.
    — ¿Usado? — dijo Poole—. Si está rota, señor, ¿no lo veis? ¡Como si la hubieran pisoteado!
    —También la rotura está oxidada —observó el otro.
    Los dos se quedaron mirándose asustados.
    —Esto supera toda comprensión. Volvamos arriba, Poole —dijo por fin Utterson.
    Subieron en silencio y, con una mirada amedrentada al cadáver, procedieron a un examen más minucioso de la habitación. En un banco encontraron los restos de un experimento químico, con montoncitos de sal blanca ya dosificados en distintos tubos y que se habían quedado allí, como si el experimento hubiese sido interrumpido.
    —Es la misma sustancia que le he traído siempre —dijo Poole.
    En ese momento, con rumor que les hizo estremecer, el agua hirviendo rebosó la tetera, atrayéndoles junto al fuego. Aquí estaba todo preparado para el té en la mesita cerca del sillón; estaba hasta el azúcar en la taza. En la misma mesa había un libro abierto, cogido de una estantería cercana, y Utterson lo hojeó desconcertado: era un libro de devoción que Jekyll le había comentado que le gustaba, y que llevaba en sus márgenes increíbles blasfemias de su puño y letra.
    Continuando su inspección, los dos llegaron ante el alto espejo inclinable, y se pararon a mirar con instintivo horror en sus profundidades.
    Pero el espejo, en su ángulo, reflejaba sólo el rojizo juego de resplandores del techo, el centelleo del fuego cien veces repetido en los cristales de los armarios, y sus mismos rostros pálidos y asustados, agachados a mirar.
    —Este espejo debe haber visto cosas extrañas, señor —susurró Poole con voz atemorizada.
    —Pero ninguna más extraña que él mismo —dijo el notario en el mismo tono—. Pues Jekyll, ¿para qué…?
    Se interrumpió, como asustado de su misma pregunta.
    —Pues Jekyll —añadió —, ¿para qué lo quería aquí?
    —Es lo que quisiera saber también yo, señor —dijo Poole.
    Pasaron a examinar el escritorio. Aquí, entre los papeles bien ordenados, había un sobre grande con este rótulo de puño y letra del médico: "Para el Sr. Utterson". El notario lo abrió y sacó una hoja, mientras otra hoja y un sobre lacrado se caían al suelo.
    La hoja era un testamento, y estaba redactado en los mismos términos excéntricos del que Utterson le había devuelto s
eis meses antes, o sea, debía servir de testamento en caso de muerte, y como acto de donación en caso de desaparición. Pero, en lugar de Edward Hyde, como nombre del beneficiario, el notario tuvo la sorpresa de leer: Gabriel John Utterson. Miró asustado a Poole, luego de nuevo la hoja y por fin al cadáver en el suelo.
    —No entiendo —dijo—. ¡Ha estado aquí todo este tiempo, libre de hacer lo que quisiera, y no ha destruido este documento! Y sin embargo debe haber tragado rabia, porque yo más bien no le caía bien.
    Recogió la otra hoja, una nota escrita también de puño y letra de Jekyll.
    — ¡Ah, Poole, estaba vivo y hoy estaba aquí!

   — gritó leyendo la fecha—. ¡No han podido matarlo y haberlo hecho desaparecer en tan poco tiempo, debe estar vivo, debe haber huido! ¿Huir por qué? ¿Y cómo? ¿Y no podría darse el caso que en realidad no haya sido un suicidio? ¡Ah, tenemos que estar muy atentos! ¡Podríamos encontrar a vuestro amo metido en un lío terrible!
    — ¿Por qué no leéis la nota, señor?
    —Porque tengo miedo —dijo pensativo Utterson—. ¡Quiera Dios que no haya razón alguna!
    Y puso los ojos en el papel, que decía:
    Querido Utterson:
    Cuando leas estas líneas yo habré desaparecido. No sé prever con precisión cuándo, pero mi instinto, las mismas circunstancias de la indescriptible situación en la que me encuentro me dicen que el final es seguro y que no podrá tardar. Tú, en primer lugar, lee tu carta que Lanyon me dijo que te había escrito. Y si luego tienes todavía ganas de saber más, lee la confesión de tu indigno y desgraciado amigo HENRY JEKYLL
    — ¿No había alguna cosa más? —preguntó Utterson cuando lo leyó.
    —Esto, señor —dijo Poole, entregando un sobre lacrado en varios puntos.
    El notario metió en el bolso el sobre y dobló la nota.
    —No diré nada de esta nota —recomendó—. Si vuestro amo ha escapado y está muerto, podremos al menos salvar su reputación. Ahora son las diez. Voy a casa a leer estos documentos con calma, pero volveré antes de medianoche. Y entonces pensaremos si conviene llamar a la policía.
    Salieron y cerraron tras sí la puerta del laboratorio. Luego Utterson, dejando de nuevo todo el servicio reunido en el atrio, volvió a pie a su casa, para leer los documentos que habrían aclarado el misterio.

Capítulo 9   El relato del doctor Lanyon
    El nueve de enero, hace cuatro días, recibí con la correspondencia de la tarde una carta certificada, enviada por mi colega y antiguo compañero de estudios Henry Jekyll. Fue algo que me sorprendió bastante, ya que no teníamos la costumbre de escribirnos cartas. Por otra parte había visto a Jekyll la noche anterior, más aún, había estado cenando en su casa, y no veía qué motivo pudiese justificar entre nosotros la formalidad de un certificado. He aquí lo que decía:
    9 de enero de 18…
    Querido Lanyon:
    Tú eres uno de mis más viejos amigos, y no recuerdo que nuestro afecto haya sufrido quiebra alguna, al menos por mi parte, aunque hayamos tenido divergencias en cuestiones científicas. No ha habido un día en el que si tú me hubieras dicho: "Jekyll, mi vida y mi honor, hasta mi razón dependen de ti", yo no habría dado mi mano derecha para ayudarte. Hoy, lanyon, mi vida, mi honor y mi razón están en tus manos; si esta noche no me ayudas tú, estoy perdido. Después de este preámbulo, sospecharás que quiero pedirte algo comprometedor. Juzga por ti mismo. Lo que te pido en primer lugar es que aplaces cualquier compromiso de esta noche, aunque te llamasen a la cabecera de un rey. Te pido luego que solicites un coche de caballos, a no ser que tengas el tuyo en la puerta, y que te desplaces sin tardar hasta mi casa. Poole, mi mayordomo, tiene ya instrucciones: lo encontraras esperándote con un herrero, que se encargará de forzar la cerradura de mi despacho encima del laboratorio. Tú entonces tendrás que entrar solo, abrir el primer armario con cristalera a la izquierda (letra E) y sacar, con todo el contenido como está, el cuarto cajón de arriba, o sea (que es lo mismo) el tercer cajón de abajo. En mi extrema agitación, tengo el terror de darte indicaciones equivocadas; pero aunque me equivocase, reconocerás sin duda el cajón por el contenido: unos polvos, una ampolla, un cuaderno. Te ruego que cojas este cajón y, siempre exactamente como está, me lo lleves a tu casa de Cavendish Square. Esta es la primera parte del encargo que te pido. Ahora viene la segunda. Si vas a mi casa nada más recibir esta carta, estarías de vuelta en tu casa mucho antes de medianoche. Pero te dejo este margen, tanto por el temor de un imprevisible contratiempo, como porque, en lo que queda por hacer, es preferible que el servicio ya se haya ido a la cama. A medianoche, por lo tanto, te pido que hagas entrar tú mismo y recibas en tu despacho a una persona que se presentará en mi nombre, y a la que entregarás el cajón del que te he hablado. Con esto habrá terminado tu parte y tendrás toda mi gratitud. Pero cinco minutos más tarde, si insistes en una explicación, entenderás también la vital importancia de cada una de mis instrucciones: simplemente olvidándose de una, por increíble que pueda parecer, habrías tenido sobre la conciencia mi muerte o la destrucción de mi razón. A Pesar de que sé qué harás escrupulosamente lo que te pido, el corazón me falla y me tiembla la mano simplemente con pensar que no sea así. Piensa en mí, Lanyon, que en esta hora terrible espero en un lugar extraño, presa de una desesperación que no se podría imaginar más negra, y, sin embargo, seguro de que se hará precisamente como te he dicho, todo se resolverá como al final de una pesadilla. Ayúdame, querido Lanyon, y salva a tu H.J.
    PS. Iba a enviarlo, cuando me ha venido una nueva duda. Puede que el correo me traicione y la carta no te llegue untes de mañana. En este caso, querido Lanyon, ocúpate del cajón cuando te venga mejor en el trascurso del día, y de nuevo espera a mi enviado a medianoche. pero podría ser demasiado tarde entonces. En ese caso ya no vendrá nadie, y sabrás que nadie volverá a ver a Henry Jekyll.
    No dudé, cuando acabé de leer, que mi colega estuviera loco, pero mientras tanto me sentí obligado a hacer lo que me pedía. Cuanto menos entendía ese confuso mensaje menos capacidad tenía de juzgar la importancia; pero una llamada en esos términos no podía ser ignorada sin grave responsabilidad. Me di prisa en llamar a un coche y fui inmediatamente a casa de Jekyll.
    El mayordomo me estaba esperando. También él había recibido instrucciones por carta certificada aquella misma tarde, y ya había mandado llamar a un herrero y a un carpintero. Los dos artesanos llegaron mientras estábamos aun hablando, y todos juntos pasamos a la sala anatómica del doctor Denman, desde la cual (como ya sabrás) se accede por una escalera al cuarto de trabajo de Jekyll. La puerta era muy sólida con un excepcional herraje, y el carpintero advirtió que si hubiera tenido que romperla habría encontrado dificultades. El herrero se desesperó con esa cerradura durante casi dos horas, pero conocía su oficio, y al final consiguió abrirla. Respecto al armario marcado E, no estaba cerrado con llave. Cogí por tanto el cajón, lo envolví en un papel de embalar después de llenarlo con paja, y me volví con él a Cavendish Square.
    Aquí procedí a examinar mejor el contenido. Los polvos estaban en papeles muy bien envueltos, pero debía haberlos preparado Jekyll, ya que les Faltaba esa precisión del farmacéutico. Al abrir uno, encontré lo que me pareció simple sal cristalizada, de color blanco. La ampolla estaba a medio llenar de una tintura rojo sangre, de un olor muy penetrante, que debía contener fósforo y algún éter volátil, entre otras sustancias que no pude identificar. El cuaderno era un cuaderno vulgar de apuntes y contenía principalmente fechas. Estas, por lo que noté, cubrían un periodo de muchos años, pero se interrumpían bruscamente casi un año antes; algunas iban acompañadas de una corta anotación, o más a menudo de una sola palabra, "doble", que aparecía seis veces entre varios cientos, mientras junto a una de las primeras fechas se leía "Fracaso total" con varios signos de exclamación.
    Todo esto excitaba mi curiosidad, pero no me aclaraba nada. Una ampolla, unas sales y un cuaderno de apuntes sobre una serie de experimentos que Jekyll (a juzgar por otras investigaciones suyas) habría hecho sin algún fin práctico. ¿Cómo era posible que el honor de mi extravagante colega, su razón, su misma vida dependiesen de la presencia de esos objetos en mi casa? Si el enviado podía ir a tomarlos en un lugar, ¿por qué no a otro? E incluso, si por cualquier motivo no podía, ¿por qué tenía que recibirlo en secreto? Cuanto más reflexionaba más me convencía de que estaba frente a un desequilibrado: Por lo que, aunque mandé a la cama al servicio, cargué un viejo revólver, por si tenía necesidad de defenderme.
    Apenas habían dado las doce campanadas de medianoche en Londres, oí que llamaban muy suavemente a la puerta de entrada. Fui a abrir yo mismo, y me encontré a un hombre bajo, de cuerpo diminuto, medio agazapado contra una de las columnas.
    — ¿Venís de parte del doctor Jekyll? —pregunté.
    Lo admitió con un gesto empachado, y mientras le decía que pasara miró furtivamente para atrás. Algo lejos, en la oscuridad de la plaza, había un guardia que venía con una linterna, y me pareció que mi visitante se sobresaltó al verlo, apresurándose a entrar.
    Tengo que decir que todo esto me causó una pésima impresión, por lo que le abrí camino teniendo una mano en el revólver. Luego, en el despacho bien iluminado, pude por fin mirarlo bien. Estaba seguro de que no lo había visto antes nunca. Era pequeño, como he dicho, y particularmente me impresionó la extraña asociación en él de una gran vivacidad muscular con una evidente deficiencia de constitución.
    Me impresionaron también su expresión malvada y, quizás aún más, el extraordinario sentido de escalofrío que me daba su simple presencia. Esta sensación particular, semejante de algún modo a un principio de rigidez histérica y acompañada por una notable reducción del pulso, la atribuí entonces a una especie de idiosincrasia mía, de mi aversión personal, y me extrañé sólo de la agudeza de los síntomas; pero ahora pienso que la causa hay que buscarla mucho más profundamente en la naturaleza del hombre, y en algo más noble que en el simple principio del odio.
    Esa persona (que, desde el principio, me había henchido, si así se puede decir, de una curiosidad llena de disgusto) estaba vestida de un modo que habría hecho reír, si se hubiera tratado de una persona normal. Su traje, aunque de buena tela y elegante hechura, era desmesuradamente grande para él; los anchísimos pantalones estaban muy arrebujados, pues de lo contrario los iría arrastrando; y la cintura de la chaqueta le llegaba por debajo de las caderas, mientras que el cuello se le caía por la espalda. Pero, curiosamente, este vestir grotesco no me causó risa. La anormalidad y deformidad esencial del individuo que tenía delante, y que suscitaba la extraordinaria repugnancia que he dicho, parecía convenir con esa otra extrañeza, y resultaba reforzada. Por lo que añadí a mi interés por el personaje en sí una viva curiosidad por su origen, su vida, su fortuna y su condición social.
    Estas observaciones, tan largas de contar, las hice en pocos segundos. Mi visitante ardía con una ansiedad amenazadora.
    — ¿Lo tenéis? ¿Lo tenéis aquí? —gritó, y en su impaciencia hasta me echó una mano al brazo.
    Lo rechacé con un sobresalto. El contacto de esa mano me había hecho estremecer.
    —Venga, señor —dije—, olvidáis que todavía no he tenido el gusto de conoceros. Os pido que os sentéis.
    Le di ejemplo

Sentándome yo y buscando asumir mi comportamiento habitual, como con un paciente cualquiera, en la medida en que me lo consentía la hora insólita, la naturaleza de mis preocupaciones y la repugnancia que me inspiraba el visitante.
    —Tenéis razón y os pido que me disculpéis, doctor Lanyon —dijo bastante cortésmente—. La impaciencia me ha tomado la mano. Pero estoy aquí a instancias de vuestro colega el doctor Jekyll, por un asunto muy urgente. Por lo que tengo entendido…
    Se interrumpió llevándose una mano a la garganta y me di cuenta de que estaba a punto de un ataque de histeria, aunque luchase por mantener la compostura.
    —Por lo que tengo entendido —reanudó con dificultad—, se trata de un cajón que…
    Pero aquí tuve piedad de su angustia y quizás un poco también de mi creciente curiosidad.
    —Ahí está, señor —dije señalando el cajón que estaba en el suelo detrás de una mesa, aún con su embalaje.
    Lo cogió de un salto y luego se paró con una mano en el corazón; podía oír el rechinar de sus dientes, por la contracción violenta de sus mandíbulas, y la cara era tan espectral que temía tanto por su vida como por su razón.
    —Intentad calmaos —dije.
    Me dirigió una sonrisa horrible, y con la fuerza de la desesperación deshizo el embalaje.
    Cuando luego vio que todo estaba allí, su grito de alivio fue tan fuerte que me dejó de piedra. Pero en un instante se calmó y recobró el control de la voz.
    — ¿Tenéis un vaso graduado? —preguntó.
    Me levanté con cierto esfuerzo y me fui a buscar lo que pedía.
    Me lo agradeció con una inclinación, y midió una dosis de la tintura roja, a la que añadió una de las papelinas de polvos. La mezcla, al principio rojiza, según se iban disolviendo los cristales se hizo de un color más vivo, entrando en audible efervescencia y emitiendo vapores. Luego, de repente, y a la vez, cesó la ebullición y se hizo de un intenso rojo púrpura, que a su vez lentamente desapareció dejando su lugar a un verde acuoso.
    Mi visitante, que había seguido atentamente estas metamorfosis, sonrió de nuevo y puso el vaso en la mesa escrutándome con aire interrogativo.
    —Y ahora —dijo—, veamos lo demás. ¿Queréis ser prudente y seguir mi consejo? Entonces dejad que yo coja este vaso y me vaya sin más de vuestra casa. ¿O vuestra curiosidad es tan grande, que la queréis saciar a cualquier costo? Pensadlo, antes de contestar, porque se hará como decidáis. En el primer caso os quedaréis como estáis ahora, ni más rico ni más sabio que antes, a no ser que el servicio prestado a un hombre en peligro de muerte pueda contarse como una especie de riqueza del alma. En el otro caso, nuevos horizontes del saber y nuevas perspectivas de fama, de poder se abrirán de repente aquí ante vosotros, porque asistiréis a un prodigio que sacudiría la incredulidad del mismo Satanás.
    —Señor —respondí manifestando una frialdad que estaba lejos de poseer—, dado que habláis con enigmas, no os extrañará que os haya escuchado sin convencimiento. Pero he ido demasiado lejos en este camino de encargos inexplicables, para pararme antes de ver dónde llevan.
    —Como queráis —dijo mi visitante. Y añadió—: Pero recuerda tu juramento, Lanyon: ¡lo que vas a ver está bajo el secreto de nuestra profesión! Y ahora tú, que durante mucho tiempo has estado parado en los puntos de vista más restringidas y materiales, tú, que has negado las virtudes de la medicina transcendental, tú, que te has reído de quien te era superior, ¡mira!
    Se llevó el vaso a los labios y se lo bebió de un trago. Luego gritó, vaciló, se agarró a la mesa para no caerse, y agarrado así se quedó mirándome jadeante, con la boca abierta y los ojos inyectados de sangre. Pero de alguna Forma ya había cambiado, me pareció, y de repente pareció hincharse, su cara se puso negra, sus rasgos se alteraron como si se fundieran…
    Un instante después me levanté de un salto y retrocedí contra la pared con el brazo doblado como si quisiera defenderme de esa visión increíble.
    — ¡Dios!… —grité. Y aún perturbado por el terror—: ¡Dios!… ¡Dios!… Porque allí, delante de mí, pálido y vacilante, sacudido par un violento temblor, dando manotazos como si saliera del sepulcro, estaba Henry Jekyll.
    Lo que me dijo en la hora que siguió no puedo decidirme a escribirlo. He visto lo que he visto, he oído lo que he oído, y tengo el alma deshecha. Sin embargo, ahora que se ha alejado esa visión, me pregunto si en realidad me lo creo y no sé qué responderme. Mi vida ha sido sacudida desde las raíces; el sueño me ha abandonado, y el más mortal de los terrores me oprime en cada hora del día y de la noche; siento que tengo los días contados, pero siento que moriré incrédulo. Respecto a las obscenidades morales que ese hombre me reveló, no sabría recordarlas sin horrorizarme de nuevo. Te diré sólo una cosa, Utterson, y si puedes creerlo será suficiente: ese ser que se escurrió en mi casa aquella noche, ése, por admisión del mismo Jekyll, era el ser llamado Hyde y buscado en todos los rincones del país por el asesinato de Carew.
    HASTIE LANYON

Actividades:

1.    De acuerdo a lo leído en el primer y segundo período con base al texto literario que se está leyendo, identifica cuáles han sido esos momentos de terror, suspenso en el libro, menciona mínimo cinco.

2.    Escribe 15 palabras claves de acuerdo a los capítulos leídos del libro. Ten presente que la docente te va a preguntar la elección de las mismas. Por ejemplo: si escribiste “carta”, debes de dar la explicación cuando en el texto se habla de ello.

3.    Diseña una presentación donde hables de los capítulos leídos hasta el momento, la presentación puede ser a través de un vídeo, donde te grabes y expongas los capítulos que llevamos hasta el momento, mínimo cuatro. otra puede ser una presentación en power point y en clase de Zoom , la presentas a la docente y demás compañeros, otra estrategia puede ser una cartelera y grabarte haciendo la presentación de la misma, es decir, crea lo que quieras, pero hablando de los aspectos más relevantes de la historia, siendo crítico, que tenga una secuencia lógica.

 

 


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