GUÍA QUINTA DE PLAN LECTOR DEL GRADO OCTAVO
GUÍA QUINTA DE PLAN LECTOR DEL GRADO OCTAVO
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INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473 |
Código: FA 21 Fecha: 20/04/2020 |
Guía de
aprendizaje por núcleos temáticos No 5 |
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Docente (s): |
Nayive
Melo Duque |
Grados: |
8° |
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Año: |
2021 |
Período: |
2° |
Núcleo Temático: |
Plan
Lector |
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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos
de grado: |
1. Reflexionar
sobre los diversos aspectos que desarrolla el texto. 2. Ser
capaces a realizar inferencias, hipótesis, y predicciones sobre lo que se
está leyendo. 3. Alcanzar
a descubrir de forma crítica los valores deberes y derechos que propone el
texto (el libro del segundo período: Momo de Michael Ende). |
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(procedimental)
Desarrolla y utiliza estrategias diversas para analizar un texto leído.
Identifica ideas principales y secundarias, marca las palabras claves,
realiza esquemas, mapas conceptuales, esquemas de llaves, resúmenes para la
mejora de la comprensión lectora. (cognitivo)
- Desarrolla un sentido crítico, estableciendo y verificando hipótesis, sobre
textos leídos. (Actitudinal)
Identifica las características que le hacen ser una persona única. Reconoce,
muestra respeto y valora lo que le diferencia de los demás y lo que más le
gusta de sí mismo, reflexionando de manera individual sobre sus
características personales, identificando los principales rasgos que
conforman su personalidad y aceptando sus logros y dificultades |
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Indicadores de desempeño: |
1. Identifica
y distingue las funciones comunicativas principales de un texto y
conversación cotidiana y comprende aspectos socioculturales y socioculturales
y sociolingüísticos concretos y significativos 2. -
Se expresa con una pronunciación y una dicción correctas: articulación,
ritmo, entonación y volumen. 3. -Mejora
la comprensión lectora practicando la lectura diaria, y participando en las
actividades del plan lector |
Introducción:
La lectura es una conducta intelectual cuya evolución histórica aumenta cada
día más su complejidad. Por un lado, el lector pasa a ser el protagonista.
Interactúa con el autor y el texto. Te invito a seguir conectado con el libro
de período, para que sigamos en el aprender, en reflexionar y balancear los
conocimientos frente a lo que se está viviendo en la historia que allí se
narra.
No
olvides que, tus profes, te queremos mucho.
Un abrazo
gigantesco para ti y tu familia.
Comprensión lectura:
Una ciudad grande
y una niña pequeña
E n los viejos, viejos tiempos cuando los hombres
hablaban todavía muchas otras lenguas, ya había en los países ciudades grandes
y suntuosas. Se alzaban allí los palacios de reyes y emperadores, había en
ellas calles anchas, callejas estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos
templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los dioses; había mercados
multicolores, donde se ofrecían mercaderías de todos los países, y plazas
amplias donde la gente se reunía para comentar las novedades y hacer o escuchar
discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros. Tenían el aspecto de nuestros
circos actuales, sólo que estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las
filas de asientos para los espectadores estaban escalonadas como en un gran
embudo. Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran totalmente
redondos, otros más ovalados y algunos hacían un ancho semicírculo. Se les
llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un campo de
fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos cientos de
espectadores. Algunos eran muy suntuosos, adornados con columnas y estatuas, y
otros eran sencillos, sin decoración. Esos anfiteatros no tenían tejado, todo
se hacía al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las
filas de asientos tapices bordados de oro, para proteger al público del ardor
del sol o de un chaparrón repentino. En los teatros más humildes cumplían la
misma función cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal
como la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener uno, porque eran
oyentes y mirones apasionados.
Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o
cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada
era, de modo misterioso, más real que su vida cotidiana. Y les gustaba
contemplar esa otra realidad.
Han pasado milenios desde entonces. Las grandes
ciudades de aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han derrumbado.
El viento y la lluvia, el frío y el calor han limado y excavado las piedras, de
los grandes teatros no quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las
cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra respirara en sueños.
Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen
siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas es diferente. La
gente va en coche o tranvía, tiene teléfono y electricidad. Pero por aquí o por
allí, entre los edificios nuevos, quedan todavía un par de columnas, una
puerta, un trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos días.
En una de esas ciudades transcurrió la historia de
Momo.
Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde
comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas son cada vez más
miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un pequeño anfiteatro.
Ni siquiera en los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel
entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En nuestros días, es
decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban
casi olvidadas. Sólo unos pocos catedráticos de arqueología sabían que
existían, pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que investigar.
Tampoco era un monumento que se pudiera comparar con los otros que había en la
gran ciudad. De modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos
turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de hierbas, hacían
ruido, hacían alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvía el silencio al
círculo de piedra y las cigarras cantaban la siguiente estrofa de su
interminable canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las
estrofas anteriores.
En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocían
el curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los niños usaban la
plaza redonda para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahí, de noche,
algunas parejitas.
Pero un día corrió la voz entre la gente de que
últimamente vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña.
No lo podían decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy curioso.
Parecía que se llamaba Momo o algo así.
El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto
desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo
y al orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad
se podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el pelo muy
ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado
jamás a un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y
también negros como la pez y unos pies del mismo color, pues casi siempre iba
descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser diferentes,
descabalados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no
poseía nada más que lo que encontraba por ahí o lo que le regalaban. Su falda
estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los
tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas
mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no quería cortarlas porque
recordaba, previsoramente, que todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna
vez volvería a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con tantos
bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba,
había unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por un agujero en
la pared. Allí se había instalado Momo como en su casa. Una tarde llegaron unos
cuantos hombres y mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla. Momo
los miraba asustada, porque temía que la echaran. Pero pronto se dio cuenta de
que eran gente amable. Ellos también eran pobres y conocían la vida.
—Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta esto.
—Sí —contestó Momo.
— ¿Y quieres quedarte aquí?
—Sí, sí puedo.
—Pero, ¿no te espera nadie?
—No.
—Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
—Ésta es mi casa.
— ¿De dónde vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un movimiento indefinido,
señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
— ¿Y quiénes son tus padres? —siguió preguntando el
hombre.
La niña lo miró perpleja, también a los demás, y se
encogió un poco de hombros. La gente se miró y suspiró.
—No tengas miedo —siguió el hombre—. No queremos
echarte. Queremos ayudarte.
Momo asintió muda, no del todo convencida.
—Dices que te llamas Momo, ¿no es así?
—Sí.
—Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién
te ha llamado así?
—Yo —dijo Momo.
— ¿Tú misma te has llamado así?
—Sí.
— ¿Y cuándo naciste?
Momo pensó un rato y dijo, por fin:
—Por lo que puedo recordar, siempre he existido.
— ¿Es que no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna
abuela, ni familia con quien puedas ir?
Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró:
—Ésta es mi casa.
—Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavía eres una
niña. ¿Cuántos años tienes?
—Cien —dijo Momo, como dudosa.
La gente se rio, pues lo consideraba un chiste.
—Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?
—Ciento dos —contestó Momo, un poco más dudosa todavía.
La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña
sólo conocía un par de números que había oído por ahí, pero que no significaban
nada, porque nadie le había enseñado a contar.
—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado
con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la policía que estás aquí?
Entonces te llevarían a un hospicio, donde tendrías comida y una cama y donde
podrías aprender a contar y a leer y a escribir y muchas cosas más. ¿Qué te
parece, eh?
—No —murmuró—. No quiero ir allí. Ya estuve allí una
vez. También había otros niños. Había rejas en las ventanas. Había azotes cada
día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me fui. No quiero
volver allí.
—Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió.
Y los demás también lo entendían y asintieron.
—Está bien —dijo una mujer—. Pero todavía eres muy
pequeña. Alguien ha de cuidar de ti.
—Yo —contestó Momo aliviada.
— ¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer.
Momo calló un rato y dijo en voz baja:
—No necesito mucho.
La gente volvió a intercambiar miradas, a suspirar y a
asentir.
—Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que
había hablado primero—, creemos que quizá podrías quedarte con alguno de
nosotros. Es verdad que todos tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos
un montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que uno más no importa.
¿Qué te parece eso, eh?
—Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas
gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí?
La gente estuvo discutiendo mucho rato, y al final
estuvo de acuerdo. Porque aquí, pensaban, Momo podía vivir igual de bien que
con cualquiera de ellos, y todos juntos cuidarían de ella, porque de todos
modos sería mucho más fácil hacerlo todos juntos que uno solo.
Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara
medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que pudieron. Uno de ellos,
que era albañil, construyó incluso un pequeño hogar. También encontraron un
tubo de chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas cajas una mesa
y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de
uso, con adornos de madera, un colchón que sólo estaba un poco roto y dos
mantas. La cueva de piedra debajo del escenario se había convertido en una
acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes artísticas, pintó un
bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que
colgaba el cuadro.
Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la
comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro un pedazo de pan, el
tercero un poco de fruta y así los demás. Y como eran muchos niños, se reunió
esa noche en el anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta en
honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy divertida, como sólo saben
celebrarlas la gente modesta.
Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente
de los alrededores.
Una cualidad poco común
y una pelea muy común
Desde entonces, Momo vivió muy bien, por lo menos eso
le parecía a ella. Siempre tenía algo que comer, unas veces más, otros menos, según
fuesen las cosas y según la gente pudiera prescindir de ellas. Tenía un techo
sobre su cabeza, tenía una cama, y, cuando tenía frío, podía encender el fuego.
Y, lo más importante: tenía muchos y buenos amigos.
Se podía pensar que Momo había tenido mucha suerte al
haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero
también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte.
Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y
cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más imprescindible se
hacía, tan imprescindible que todos temían que algún día pudiera marcharse.
A eso se debe que Momo tuviera muchas visitas. Casi
siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el
que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todavía no se
había dado cuenta de que la necesitaba, le decían los demás:
— ¡Vete con Momo!
Estas palabras se convirtieron en una frase hecha entre
la gente de las cercanías. Igual que se dice: «
¡Buena suerte!», o «¡Que aproveche!», o «¡Y qué sé yo!», se decía, en
toda clase de ocasiones: «¡Vete con Momo!».
Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente
lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas
cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?
No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada
de todo eso.
Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente
de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que
—ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?
No, tampoco era eso.
¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el
que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en
las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?
Nada de eso.
Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era
escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe
escuchar.
Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar
de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta
se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o
preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente
estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto
miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de
inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban
en él.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o
indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se
sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se
volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente
perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre
millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad
que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le
resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo
había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera,
para el mundo.
¡Así sabía escuchar Momo!
Una vez fueron a verla al anfiteatro dos hombres que se
habían peleado a muerte y que ya no se querían hablar, a pesar de ser vecinos.
Los demás les habían aconsejado que fueran a ver a Momo, porque no estaba bien
que los vecinos vivieran enemistados. Los dos hombres, al principio, se habían
negado, pero al final habían accedido a regañadientes.
Ahí estaban los dos, en el anfiteatro, mudos y
hostiles, cada uno en un lado de las filas de asientos de piedra, mirando
sombríos ante sí.
Uno era el albañil que había hecho el hogar y el bonito
cuadro de flores que había en la «salita» de Momo. Se llamaba Nicola y era un
tipo fuerte con un mostacho negro e hirsuto. El otro se llamaba Nino. Era
delgado y siempre parecía un poco cansado. Nino era el arrendatario de un
pequeño establecimiento al borde de la ciudad, en el que por lo general sólo
había unos pocos viejos que en toda la noche no bebían más que un solo vaso de
vino y hablaban de sus recuerdos. También Nino y su gorda mujer estaban entre
los amigos de Momo y muchas veces le habían traído cosas buenas que comer.
Como Momo se dio cuenta de que los dos estaban
enfadados, no supo, al principio, con quién sentarse primero. Para no ofender a
ninguno, se sentó por fin en el borde de piedra de la escena a la misma
distancia de uno y de otro y miraba alternativamente a uno y a otro.
Simplemente esperaba a ver qué ocurría. Algunas cosas necesitan su tiempo, y
tiempo era lo único que Momo tenía de sobra.
Después de que los hombres hubieran estado así un buen
rato, Nicola se levantó de repente y dijo:
—Yo me voy. He demostrado que tenía buena voluntad al
venir aquí. Pero tú ves, Momo, lo obstinado que es él. ¿A qué esperar más?
Y, efectivamente, se volvió para irse.
—Sí, ¡lárgate! — le gritó Nino—. No hacía ninguna falta
que vinieras. Yo no me reconcilio con un criminal.
Nicola giró en redondo. Su cara estaba roja de ira.
— ¿Quién es un criminal? — Preguntó en tono amenazador
y volvió a su sitio—. ¡Repítelo!
— ¡Lo repetiré cuantas veces quieras! —Gritó Nino—. ¿Tú
te crees que porque eres grande y fuerte nadie se atreve a decirte las verdades
a la cara? Yo me atrevo, y te las cantaré a ti y a cualquiera que quiera
escucharlas. Adelante, ven y mátame, como ya dijiste una vez que harías.
— ¡Ojalá lo hubiese hecho! —Chilló Nicola y apretó los
puños—. Ya ves, Momo, cómo miente y calumnia. Sólo lo agarré una vez por el
cuello y lo tiré al charco que hay detrás de su covacha. Allí no se ahoga ni
una rata —volviéndose de nuevo a Nino, gritó—. Por desgracia vives todavía,
como se puede ver.
Durante un rato volaron en una y otra dirección los
peores insultos, y Momo no podía entender de qué iba la cosa y por qué estaban
tan enfadados los dos. Pero poco a poco fue sabiendo que Nicola sólo había
cometido aquella salvajada porque Nino, antes, le había dado una bofetada
delante de algunos de sus parroquianos. A eso, por su parte, le había
antecedido el intento de Nicola de hacer añicos toda la vajilla de Nino.
— ¡No es verdad! — Se defendió amargamente Nicola—.
Sólo tiré a la pared una sola jarra que, además, ya tenía una grieta.
—Pero la jarra era mía, ¿sabes? — Respondió Nino—. Y,
además, no tienes derecho a eso.
Nicola pensaba que sí tenía derecho a eso, porque Nino
lo había ofendido en su honor de albañil.
— ¿Sabes lo que dijo de mí? —Gritó dirigiéndose a
Momo—. Dijo que yo no era capaz de construir una pared derecha, porque estaba
borracho día y noche. Que era igual que mi tatarabuelo, que había trabajado en
la torre inclinada de Pisa.
—Pero, Nicola —contestó Nino—, si eso era una broma.
— ¡Bonita broma! — Protestó Nicola—. No tiene ninguna
gracia.
Resultó que Nino sólo había devuelto una broma anterior
de Nicola. Porque una mañana
Se
había encontrado con que en su puerta habían escrito con grandes letras rojas:
GATOS Y VENTEROS, TODOS RATEROS
Y eso, a su vez, no le había hecho ninguna gracia a
Nino.
Durante un rato se pelearon, muy en serio, sobre cuál
de las dos bromas era peor, y volvieron a encolerizarse. Pero de repente se
quedaron cortados.
Momo los miraba con grandes ojos, y ninguno de los dos
podía explicarse bien, bien, su mirada. ¿Es que, por dentro, se estaba riendo
de ellos? ¿O estaba triste? Su cara no se lo decía. Pero a los dos hombres les
pareció, de repente, que se veían a sí mismos en un espejo, y comenzaron a
sentir vergüenza.
—Bien —dijo Nicola—, puede ser que no debiera haber
escrito aquello en tu puerta, Nino. No lo hubiera hecho si tú no te hubieras
negado a servirme un vaso de vino más. Eso iba contra la ley, ¿sabes? Porque
siempre te he pagado y no tenías ninguna razón para tratarme así.
— ¡Ya lo creo que la tenía! — Contestó Nino—. ¿Es que
ya no te acuerdas de aquel asunto del san Antonio? ¡Ah, ahora te has puesto
blanco! Porque me estafaste con todas las de la ley, y no tengo por qué
aguantártelo.
— ¿Que yo te estafé a ti? — Gritó Nicola—. ¡Al revés!
Tú querías engañarme a mí, sólo que no lo conseguiste.
El asunto era el siguiente: en el pequeño
establecimiento de Nino colgaba de la pared una pequeña imagen de san Antonio.
Era una foto en color que Nino había recortado una vez de una revista.
Un día, Nicola le quiso comprar esa imagen; según
decía, porque le gustaba mucho. Regateando hábilmente, Nino había conseguido
que Nicola le diera, a cambio, su vieja radio. Nino se creyó muy listo, porque
Nicola hacía muy mal negocio. Se pusieron de acuerdo.
Pero después resultó que entre la imagen y el marco de
cartón había un billete de banco, del que Nino no sabía nada. De repente era él
el que hacía un mal negocio, y eso le molestaba. Exigió que Nicola le
devolviera el dinero, porque éste no formaba parte del trato. Nicola se negó, y
entonces Nino no le quiso servir nada más. Así había comenzado la pelea.
Cuando los dos llegaron al principio del asunto que los
había enemistado, callaron un rato.
Entonces preguntó Nino:
—Dime ahora con toda honradez, Nicola, ¿ya sabías de
ese dinero antes del cambio o no?
—Claro que sí; si no, no hubiera hecho el cambio.
—Entonces estarás de acuerdo en que me has estafado.
— ¿Por qué? ¿En serio que tú no sabías nada de ese
dinero?
—No, palabra de honor.
— ¡Lo ves! Eras tú quien querías estafarme a mí.
Porque, ¿cómo podías pedirme mi radio a cambio de un trozo de papel de
periódico?
— ¿Y cómo te enteraste tú de lo del dinero?
—Dos noches antes había visto cómo un cliente lo metía
allí como ofrenda a san Antonio.
Nino se mordió los labios:
— ¿Era mucho?
—Ni más ni menos que lo que valía mi radio —contestó
Nicola.
—Entonces, toda nuestra pelea —dijo Nino
pensativamente— solamente es por el san Antonio que recorté de una revista.
Nicola se rascó la cabeza:
—En realidad, sí. Si quieres te lo devuelvo, Nino.
— ¡Qué va! — Contestó Nino, con mucha dignidad—. Lo que
se da no se quita. Un apretón de manos vale entre caballeros.
Y de repente, ambos se echaron a reír. Bajaron los escalones
de piedra, se encontraron en medio de la plazoleta central, se abrazaron
dándose palmadas en la espalda. Después, ambos abrazaron a Momo y le dijeron:
— ¡Muchas gracias!
Cuando, al cabo de un rato, se fueron, Momo siguió
diciéndoles adiós con la mano durante mucho rato. Estaba muy contenta de que
sus amigos volvieran a estar de buenas.
Otra vez, un chico le trajo su canario, que no quería
cantar. Eso era una tarea mucho más difícil para Momo. Tuvo que estarse
escuchándolo toda una semana hasta que por fin volvió a cantar y silbar.
Momo escuchaba a todos: a perros y gatos, a grillos y
ranas, incluso a la lluvia y al viento en los árboles. Y todos le hablaban en
su propia lengua.
Algunas noches, cuando ya se habían ido a sus casas todos
sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre
el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme
silencio.
Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran
oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música
callada, pero aun así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma.
En esas noches solía soñar cosas especialmente
hermosas.
Y quien ahora siga creyendo que el escuchar no tiene
nada de especial, que pruebe, a ver si sabe hacerlo tan bien.
ACTIVIDADES
1.
Si observas palabras desconocidas,
anótalas y busca su significado.
2.
Consulta la biografía de Michael
Ende. Y luego responde: ¿Sobre qué temas escribe el autor?
3.
Observa la portada del libro y el
título y responde lo siguiente:
4.
¿Por qué el libro se llama Momo?
5.
¿Qué puede significar que las letras
del libro sean relojes?
6.
¿Qué piensas del tiempo?
7.
Describe las cualidades de Momo y
dibújala tal cual como te la imaginas.
8.
¿Cuáles son los personajes
secundarios en la historia?
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