GUÍA OCTAVA PLAN LECTOR 9°

 GUÍA OCTAVA PLAN LECTOR 9°


INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE KENNEDY

DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 - COD ICFES 050963 // 725473

Código: FA 21

Fecha: 20/04/2020

Guía de aprendizaje por núcleos temáticos No 8

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Docente (s):

Nayive Melo Duque

Grados:

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Año:

2021

Período:

Núcleo Temático:

Plan lector

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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos de grado:

Desarrollar las habilidades comunicativas de lectura, escritura y expresión oral a través de un proceso integrado, con todos los temas vistos durante el año lectivo; teniendo como base los lineamientos curriculares y los estándares básicos de aprendizaje en el área de plan lector.

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Competencias:

(Cognitiva) Relaciona, identifica, deduce información para construir el sentido global de un texto.

(Procedimental) Prevé el plan textual, organización de ideas, tipo textual y estrategias discursivas atendiendo a las necesidades de la producción, en un texto comunicativo particular.

(Actitudinal) Desarrolla con gran compromiso la propuesta de la guía resumen en forma responsable y puntual.

 

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Indicadores de desempeño:

1.       Realiza ejercicios que le permiten la práctica y la teoría.

2.       Expresa desde lo oral y escrito su pensamiento, haciendo uso de un lenguaje significativo y fluido.

 

Introducción:

¡Cordial saludo queridos estudiantes! Es ésta guía resumen, quiero que repases y definas todos los conceptos más importantes, con éstos temas trabajados durante todo el año lectivo son y serán de gran aporte para afianzar tu aprendizaje en el próximo año.

Quiero que desarrolles cada actividad con gran empeño, constancia y disciplina. 

Recuerda que eres un ser muy importante para tu familia colegio y sociedad y por ende debes demostrarte a ti mismo que haces las cosas con dedicación, entusiasmo y compromiso.

Sabes que puedes despejar tus dudas a través del proceso de alternancia, en los encuentros pedagógicos.

Ah y mi correo es, nayivetareas11@hotmail.com no olvides escribir en el asunto tu nombre completo y el grado, recuerda que debe ser letra legible, ordenada (a lapicero) y con una excelente ortografía.

 

 

No olvides que, tus profes, te queremos mucho.

Un abrazo gigantesco para ti y tu familia.

 

 

 

 

 

Capítulo 1   Historia de la puerta
    Utterson, el notario, era un hombre de cara arrugada, jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y empachada, retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin embargo, de alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino era de su gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin embargo, que no llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba en los mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y claramente, en los actos de su vida.
    Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia, la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a socorrer que a reprobar.
    —Respeto la herejía de Caín —decía con agudeza—. Dejo que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
    Por este talante, a menudo solía ser el último conocido estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas, procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
    Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
    Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste era el caso de Utterson.
    Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería idoneidad de su objeto.
    La amistad que lo unía a Richard Enfield, el conocido hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra, aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas, no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los compromisos más serios.
    Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por comercios y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista del paseante.
    A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su frontón triangular. Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas: sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a arreglar lo estropeado.
    Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón indicando:
    — ¿Os habéis fijado en esa puerta? —preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro—: Está asociada en mi memoria a una historia muy extraña.
    — ¿Ah, sí? —Dijo Utterson con un ligero cambio de voz—. ¿Qué historia?
    —Bien —dijo Enfield—, así fue. Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.
    »Bien, señor —prosiguió Enfield—, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de Personas alrededor de la niña que gritaba.
    »Él se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del médico, o boticario que fuese.
    »Era —explicó Enfield—, el clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa especie de mueca negra y fría.
    »Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo!
    »Al final nos dijo: "¡Pagaré, si es lo que queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad." La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.
    »Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.
    »Sacó la llave —continuó Enfield—, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus anchas. "No se preocupen —dijo—, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y cobraré el cheque personalmente". De esta forma nos pusimos en marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
    — ¡Huy, huy! —dijo Utterson.
    —Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield—. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas buenas personas que "hacen el bien", como suele decirse…
    »Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente para explicar todo… —concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.
    Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le preguntó algo bruscamente:
    — ¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
    —Un lugar poco probable, ¿no creéis? — Replicó Enfield—. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.
    — ¿Y no os habéis informado nunca sobre…, sobre la casa tras la puerta?
    —No, señor, me pareció poco delicado — fue la respuesta—. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.
    —Norma excelente —dijo el notario.
    —Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —retomó Enfield—. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.
    Y los dos siguieron paseando en silencio.
    —Enfield —dijo Utterson después de un rato—, vuestra norma es excelente.
    —Sí, así lo creo —replicó Enfield.
    —Sin embargo, a pesar de todo —continuó el notario—, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.
    — ¡Bah! dijo Enfield—, no veo qué mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.
    — ¡Huy! —Hizo Utterson—. ¿Y qué aspecto tiene?
    —No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
    El notario se quedó absorto y taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.
    —¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
    —Pero ¿y esto? —dijo Enfield sorprendido.
    —Si, lo sé —dijo Utterson—, lo sé que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
    —Me molesta que no me lo hayáis advertido antes —dijo el otro con una pizca de reproche—. Pero soy pedantemente preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.
    Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:
    —He recibido otra lección sobre la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.
    —De acuerdo, Richard —dijo el notario—. No hablaremos más.

Capítulo 2   En busca de Hyde
    Cuando por la noche volvió a su casa de soltero, Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos, después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a la cama.
    Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre con el rótulo "Testamento del Dr. Jekyll", y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
    El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus bienes pasarían a su "amigo y benefactor Edward Hyde", sino que, en caso de que el doctor Jekyll "desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de calendario"; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
    Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
    —Pensaba que fuese locura —dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
    Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo. "Si alguien sabe algo es Lanyon", había pensado.
    El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba sentado solo saboreando su vino.
    Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
    Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
    —Lanyon —dijo—, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no? —Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes —bromeó Lanyon—, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
    — ¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes —dijo Utterson.
    —Los teníamos —fue la respuesta—, pero luego Henry Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha
empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante —añadió poniéndose de repente rojo— ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
    Utterson se turbó algo con este desahogo.
    "Habrán discutido por alguna cuestión médica", pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: "¡Y si no es esto!" Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido:
    — ¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal… protegido de Jekyll, llamado Hyde?
    — ¿Hyde? —Repitió Lanyon—. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
    Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
    Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.
    Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.
    Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y dejándola llorando en la calle.
    Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.
    Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.
    "Si él es el señor Esconde —había pensado—, yo seré el señor Busca". Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
    Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.
    Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
    En el curso de mis reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
    Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.
    El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
    — ¿El señor Hyde?
    El otro se
echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
    —Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
    —Veo que vais a entrar —contestó el notario—. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
    —Si buscáis a Jekyll no está no está en casa —contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza—: ¿Cómo me habéis reconocido?
    — ¿Me haríais un favor? — Dijo Utterson
    — ¿Cómo no? —contestó el otro. ¿Qué favor?
    —Dejadme miraros a la cara.
    Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.
    —Así os habré visto —dijo Utterson—. Podrá valerme en otra ocasión.
    —Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó Hyde—. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección —añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.
    "Buen Dios! —se dijo el notario—, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?" Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
    —Y ahora decidme —dijo el otro—. ¿Cómo me habéis reconocido?
    —Alguien os describió —fue la respuesta.
    — ¿Quién?
    —Tenemos amigos comunes —dijo Utterson.
    — ¿Amigos comunes? — Hizo eco Hyde con una voz un poco ronca—. ¿Y quiénes serían?
    —Jekyll, por ejemplo —dijo el notario.
    — ¡Él no me ha descrito nunca a nadie! — Gritó Hyde con imprevista ira—. ¿No pensaba que me mintieseis!
    —Vamos, vamos, no se debe hablar así —dijo Utterson.
    El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.
    El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.
    "Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay —se repetía perplejo el notario—. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo."
    Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores, arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
    — ¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? — preguntó el notario.
    —Voy a ver, señor Utterson —dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
    —Aquí, gracias —dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.
    De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para anunciar que el doctor Jekyll había salido.
    —He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica —dijo—. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa?
    —Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
    —Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole —comentó el notario con una mueca.
    —Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole—. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
    —Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? — preguntó Utterson.
    —Pues, claro que no, señor —dijo el otro— El no viene nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
    —Bien, buenas noches, Poole.
    —Buenas noches, señor Utterson.
    El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño.
    "¡Pobre Harry Jekyll —pensó—, tengo miedo de que esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción…"
    "Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error."
    Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.
    En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo ¿Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.
    Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.
    "A este señorito Hyde —se dijo—, si se le estudia de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol."
    "Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Harry… ¡Pobre Harry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…"
    "¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!"
    "¡Sí! ¡Si al menos me lo permitiese!", se repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento

 

Capítulo 4   El homicidio Carew
    Casi un año después, en octubre de 18… todo Londres era un rumor por un delito horrible, no menos execrable por su crueldad que por la personalidad de la víctima. Los particulares que se conocieron fueron pocos pero atroces.
    Hacia las once, una camarera que vivía sola en una casa no muy lejos del río, había subido a su habitación para ir a la cama. A esa hora, aunque más tarde una cerrada niebla envolviese la ciudad, el cielo estaba aún despejado, y la calle a la que daba la ventana de la muchacha estaba muy iluminada por el plenilunio.
    Hay que suponer que la muchacha tuviese inclinaciones románticas, ya que se sentó en el baúl, que tenía arrimado al alféizar, y se quedó allí soñando y mirando a la calle.
    Nunca (como luego repitió entre lágrimas, al contar esa experiencia), nunca se había sentido tan en paz con todos ni mejor dispuesta con el mundo. Y he aquí que, mientras estaba sentada, vio a un anciano y distinguido señor de pelo blanco que subía por la calle, mientras otro señor más bien pequeño, y al que prestó poca atención al principio, venía por la parte opuesta. Cuando los dos llegaron al punto de cruzarse (y esto precisamente debajo de la ventana), el anciano se desvió hacia el otro y se acercó, inclinándose con gran cortesía. No tenía nada importante que decirle, por lo que parecía; probablemente, a juzgar por los gestos, quería sólo preguntar por la calle; pero la luna le iluminaba la cara mientras hablaba, y la camarera se encantó al verlo, por la benignidad y gentileza a la antigua que parecía despedir, no sin algo de estirado, como por una especie de bien fundada complacencia de sí.
    Dirigiendo luego la atención al otro paseante, la muchacha se sorprendió al reconocer a un tal señor Hyde, que había visto una vez en casa de su amo y no le había gustado nada. Este tenía en la mano un bastón pesado, con el que jugaba, pero no respondía ni una palabra y parecía escuchar con impaciencia apenas contenida.
    Y luego, de repente, estalló en un acceso de cólera, dando patadas en el suelo, blandiendo su bastón y comportándose (según la descripción de la camarera) absolutamente como un loco.
    El anciano caballero dio un paso atrás, con aire de quien está muy extrañado y también bastante ofendido; a esto el señor Hyde se desató del todo y lo tiró al suelo de un bastonazo. Inmediatamente después con la furia de un mono, saltó sobre él pisoteándolo y descargando encima una lluvia de golpes, bajo los cuales se oía cómo se rompían los huesos y el cuerpo resollaba en la calle. La camarera se desvaneció por el horror de lo visto y de lo oído.
    Eran las dos cuando volvió en sí y llamó a la policía. El asesino hacía ya tiempo que se había ido, pero la víctima estaba todavía allí en medio de la calle, en un estado horrible. El bastón con el que le habían matado, aunque de madera dura y pesada, se había partido en dos en el desencadenamiento de esa insensata violencia; y una mitad astillada había rodado hasta la cuneta, mientras la otra, sin duda, se había quedado en manos del asesino. El cadáver llevaba encima un monedero y un reloj de oro, pero ninguna tarjeta o documento, a excepción de una carta cerrada y franqueada, que la víctima probablemente llevaba a correos y que ponía el nombre y la dirección del señor Utterson.
    El notario estaba aún en la cama cuando le llevaron esta carta, pero, apenas la tuvo bajo sus ojos y le informaron de las circunstancias, se quedó muy serio.
    —No puedo decir nada hasta que no haya visto el cadáver —dijo—, pero tengo miedo de tener que daros una pésima noticia. Tened la cortesía de esperar a que me vista.
    Con el aspecto serio, después de un rápido desayuno, dijo que le pidieran un coche de caballos y se hizo conducir a la comisaría, adonde habían llevado el cadáver. Al verlo, admitió:
    —Sí, lo reconozco —dijo—, y me duele anunciaros que se trata de Sir Danvers Carew.
    — ¡Dios mío!, ¿pero cómo es posible? —exclamó consternado el funcionario. Luego sus ojos se encendieron de ambición profesional—. Es un delito que hará mucho ruido. ¿Vos podríais ayudarnos a encontrar a ese Hyde? —dijo.
    Y, referido brevemente el testimonio de la camarera, mostró el bastón partido.
    Utterson se había quedado pálido al oír el nombre de Hyde, pero al ver el bastón ya no tenía dudas; por roto y astillado que estuviera, era un bastón que él mismo había regalado a Henry Jekyll, hacía muchos años.
    — ¿Ese Hyde es una persona de baja estatura? —pregunté.
    —Muy pequeño y de aspecto mal encarado, al menos es lo que dice la camarera.
    Utterson reflexionó un instante con la cabeza gacha, luego miró al funcionario.
    —Tengo un coche ahí fuera —dijo—. Si venís conmigo, creo que puedo llevaros a su casa.
    Eran ya las nueve de la mañana y la primera niebla de la estación pesaba sobre la ciudad como un gran manto color chocolate. Pero el viento batía y demolía continuamente esos contrafuertes de humo; de tal forma que Utterson, mientras avanzaba el coche lentamente de calle en calle, podía contemplar crepúsculos de una sorprendente diversidad de gradación y matices: aquí dominaba el negro de una noche ya cerrada, allí se encendían resplandores de oscura púrpura, como un extenso y extraño incendio, mientras más adelante, lacerando un momento la niebla, una imprevista y lívida luz diurna penetraba entre las deshilachadas cortinas.
    Visto en estos cambiantes escorzos, con sus calles fangosas y sus paseantes desaliñados, con sus farolas no apagadas desde la noche anterior o encendidas de prisa para combatir esa nueva invasión de oscuridad, el oscuro barrio de Soho se le aparecía a Utterson como recortado en una ciudad de pesadilla. Sus mismos pensamientos, por otra parte, eran de tintes oscuros, y, si miraba al funcionario que tenía al lado, sentía que le sobrecogía ese terror que la ley y sus ejecutores infunden a veces hasta en los más inocentes.
    Cuando el coche se paró en la dirección indicada, la niebla se levantó un poco descubriendo un miserable callejón con una tasca de vino, un equívoco restaurante francés, una tienducha de verduras y periódicos de un sueldo, niños piojosos agachados en las puertas y muchas mujeres de distinta nacionalidad que se iban, con la llave de casa en mano, a beber su ginebra matutina. Un instante después la niebla había caído de nuevo, negra como la tierra de sombra, aislando al notario de esos miserables contornos.
    ¡Aquí vivía el favorito de Henry Jekyll, el heredero de un cuarto de millón de esterlinas!
    Una vieja de cara de marfil y cabellos de plata vino a abrir la puerta. Tenía mala pinta, de una maldad suavizada por la hipocresía, pero sus modales eran educados. Sí, dijo, el señor Hyde vive aquí, pero no está en casa; había vuelto muy tarde por la noche y apenas hacía una hora que había salido de nuevo; en esto no había nada de extraño, ya que sus costumbres eran muy irregulares y a menudo estaba ausente; por ejemplo, antes de ayer ella no le había visto desde hacía dos meses.
    —Bien, entonces querríamos ver sus habitaciones —dijo el notario y, cuando la mujer se puso a protestar que era imposible, cortó por lo sano—: El señor viene conmigo, os lo advierto, es el inspector Newcomen, de Scotland Yard.
    Un relámpago de odiosa satisfacción iluminó la cara de la mujer, que dijo: ¡Ah, metido en líos! ¿Qué ha Hecho?
    Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
    —Parece que es un tipo no muy querido —observó el funcionario—. Y ahora, buena mujer, déjenos echar un vistazo.
    De toda la casa, en la que, aparte de la mujer no vivía nadie más, Hyde se había reservado sólo un par de habitaciones; pero éstas estaban amuebladas con lujo y buen gusto. En una alacena había vinos de calidad, los cubiertos eran de plata, los manteles muy finos; había colgado probablemente, pensó Utterson, un regalo de Henry Jekyll, que era un amante del arte); y las alfombras, muchísimas, eran de colores agradablemente variados.
    Sin embargo, las dos habitaciones estaban patas arriba y mostraban que habían sido bien registradas. En el suelo se amontonaba ropa con los bolsillos al revés; varios cajones habían quedado abiertos; y en la chimenea, donde parecía que habían quemado muchos papeles, había un montón de ceniza del que el inspector recuperó el canto y las matrices quemadas de un talonario verde de cheques. Detrás de una puerta se encontró la otra mitad del bastón, con complacencia del inspector, que así tuvo en la mano una prueba decisiva. Y una visita al banco, donde aún había en la cuenta del asesino unos miles de esterlinas, completó la satisfacción del funcionario.
    — ¡Ya lo tengo cogido, estad seguro, señor!—dijo a Utterson—. Pero debe haber perdido la cabeza, al haber dejado allí el bastón, y, aún más, al haber quemado el talonario de cheques. ¡Eh, sin dinero no puede seguir! Así que no nos queda nada más que esperarlo en el banco y enviar mientras tanto su descripción.
    Pero el optimismo del inspector se revelaría excesivo. A Hyde le conocían pocas personas (el mismo amo de la camarera testigo del delito lo había visto dos veces en total), y de su familia no se encontró rastro; nunca se le había fotografiado; y los pocos que le habían encontrado dieron descripciones contradictorias, como a menudo sucede en estos casos. En algo estaban todos de acuerdo: el fugitivo dejaba una impresión de monstruosa pero inexplicable deformidad.

Capítulo 5   El incidente de la carta
    Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.
    El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
    Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común. Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí, junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
    — ¿Y ahora? — Dijo Utterson apenas se fue Poole—. ¿Has oído la noticia?
    Jekyll se estremeció visiblemente.
    —Estaba en el comedor —murmuró—, cuando he oído gritar a los vendedores de periódicos en la plaza.
    —Sólo una cosa —dijo el notario—. Carew era cliente mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras ocultar a ese individuo!
    —Utterson, lo juro por Dios —gritó el médico—, juro por Dios que ya no lo volveré a ver. Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
    Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el aire febril de Jekyll.
    —Espero por ti que así sea —dijo—. Saldría tu nombre, si se llega a procesarlo.
    —Estoy convencido de ello —dijo el médico—, aunque no pueda contarte las razones. Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He…, he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.
    — ¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?
    —No, he acabado con Hyde y ya no me importa él —dijo con fuerza Jekyll—. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto abominable.
    Utterson se quedó un momento rumiando.
    Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
    —Bien —dijo al final—, veamos la carta.
    La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
    El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de esta carta, que ponía la relación entre los dos bajo una luz más favorable de lo que hubiese imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
    — ¿Tienes el sobre? —preguntó.
    —No —dijo Jekyll—. Lo quemé sin pensar en lo que hacía. Pero no traía matasellos. Fue entregada en mano.
    — ¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
    —Haz libremente lo que creas mejor —Fue la respuesta—. Yo ya he perdido toda confianza en mí.
    —Bien, lo pensaré —replicó el notario—. Pero dime una cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible desaparición tuya, te la dictó Hyde?
    El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero apretó los dientes y admitió.
    —Lo sabía — dijo Utterson—. ¡Tenía intención de asesinarte! ¡Te has escapado de buena!
    — ¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una lección… ¡Ah, qué lección! —dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las manos.
    Al salir, el notario se paró a intercambiar unas palabras con Poole.
    —Por cierto —dijo—, sé que han traído hoy, en mano, una carta. ¿Quién la trajo?
    Pero ese día no había llegado otra correspondencia que la de correos, afirmó resueltamente Poole.
    —Y sólo circulares —añadió.
    Con esta noticia, el visitante sintió que reaparecían todos sus temores. Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta del laboratorio; más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las cosas eran así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
    "¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!", gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos en la calle.
    Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el notario. Y no pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el escándalo. La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.
    Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado de la chimenea, y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor Guest, su oficial. En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien calculada del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas, rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso. Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como el matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la colina, iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se relajaron los nervios del notario. No había nadie con quien mantuviera menos secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos de trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de Hyde como íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones. ¿No valía la pena que viese esa carta clarificadora del misterio? Además, siendo un apasionado y un buen experto en grafología, la confianza le habría parecido totalmente natural. El oficial, por otra parte, era persona de sabio consejo; difícilmente habría podido leer ese documento tan extraño sin dejar de hacer una observación: y quizás así, vete a saber, Utterson habría encontrado la sugerencia que buscaba.
    —Un triste lío —dijo— lo de Sir Danvers.
    —Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación —dijo el señor Guest—. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
    —Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un documento, una carta de su puño y letra —dijo Utterson—. Se entiende que este escrito queda entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un lío feo es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.
    Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante después ya estaba inmerso en el examen de la carta, que estudió con un apasionado interés.
    —No, señor —dijo al final—. No está loco. Pero tiene una caligrafía muy extraña.
    —Es extraña desde todos los puntos de vista —dijo Utterson.
    Justo en ese momento entró un criado con una nota.
    — ¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido reconocer la caligrafía en el sobre —se interesó el oficial mientras el notario desdoblaba el papel— ¿Algo privado, señor Utterson?
    —Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
    —Sólo un momento, gracias —dijo el señor Guest.
    Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una minuciosa comparación.
    —Gracias —repitió al final devolviendo ambos—. Un autógrafo muy interesante.
    Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar consigo mismo.
    — ¿Por qué los habéis comparado, Guest? —preguntó luego, de repente.
    —Bien, señor —dijo el otro, hay un parecido muy singular; las dos caligrafías tienen una inclinación distinta, pero por lo demás son casi idénticas.
    —Muy curioso —dijo Utterson.
    —Es un hecho, como decís, muy curioso — dijo el señor Guest.
    —Por lo que yo no hablaría de esta carta.
    —No —dijo el señor Guest—. Ni yo tampoco, señor.
    Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la carta en la caja fuerte y decidió dejarla allí. "¡Misericordia! —pensó—. ¡Henry Jekyll falsario, a favor de un asesino!" Y la sangre se le heló en las venas.

 

 

El Diario de Ana Frank
    2 de junio de 1942.
    Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.
    28 de septiembre de 1942 (Añadido)
    Hasta ahora has sido para mí un gran apoyo, y también Kitty, a quien escribo regularmente. Esta manera de escribir en mi diario me agrada mucho más y ahora me cuesta esperar cada vez a que llegue el momento para sentarme a escribir en ti.
    ¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!
    Domingo, 14 de junio de 1942.
    Lo mejor será que empiece desde el momento en que te recibí, o sea, cuando te vi en la mesa de los regalos de cumpleaños (porque también presencié el momento de la compra, pero eso no cuenta).
    El viernes 12 de junio, a las seis de la mañana ya me había despertado, lo que se entiende, ya que era mi cumpleaños. Pero a las seis todavía no me dejan levantarme, de modo que tuve que contener mi curiosidad hasta las siete menos cuarto. Entonces ya no pude más: me levanté y me fui al comedor, donde Moortjebió haciéndome carantoñas.
    Poco después de las siete fui a saludar a papá y mamá, y luego al salón, a desenvolver los regalos; lo primero que vi fuiste tú, y quizá hayas sido uno de mis regalos más bonitos. Luego un ramo de rosas y dos ramas de peonías. Papá y mamá me regalaron una blusa azul, un juego de mesa, una botella de zumo de uva que a mi entender sabe un poco a vino (¿acaso el vino no se hace con uvas?), un rompecabezas, un tarro de crema, un billete de 2,50 florines y un vale para comprarme dos libros. Luego me regalaron otro libro, La cámara oscura, de Hildebrand (pero como Margot ya lo tiene he ido a cambiarlo), una bandeja de galletas caseras (hechas por mí misma, porque últimamente se me da muy bien eso de hacer galletas), muchos dulces y una tarta de fresas hecha por mamá. También una carta de la abuela, que ha llegado justo a tiempo; pero eso, naturalmente, ha sido casualidad.
    Entonces pasó a buscarme Hanneli y nos fuimos al colegio. En el recreo convidé a galletas a los profesores y a los alumnos, y luego tuvimos que volver a clase. Llegué a casa a las cinco, pues había ido a gimnasia (aunque no me dejan participar porque se me dislocan fácilmente los brazos y las piernas) y como juego de cumpleaños elegí el voleibol para que jugaran mis compañeras. Al llegar a casa ya me estaba esperando Sanne Lederman. A Ilse Wagner, Hanneli Goslar y Jacqueline van Maarsen las traje conmigo de la clase de gimnasia, porque son compañeras mías del colegio. Hanneli y Sanne eran antes mis mejores amigas, y cuando nos veían juntas, siempre nos decían: «Ahí van Anne, Hanne y Sanne». A Jacqueline van Maarsen la conocí hace poco en el liceo judío y es ahora mi mejor amiga. Ilse es la mejor amiga de Hanneli, y Sanne va a otro colegio, donde tiene sus amigas.
    El club me ha regalado un libro precioso, Sagas y leyendas neerlandesas. pero por equivocación me han regalado el segundo tomo, y por eso he cambiado otros dos libros por el primer tomo. La tía Helene me ha traído otro rompecabezas, la tía Stephanie un broche muy mono y la tía Leny, un libro muy divertido, Las vacaciones de Daisy en la montaña. Esta mañana, cuando me estaba bañando, pensé en lo bonito que sería tener un perro como Rin-tin-tín. Yo también lo llamaría Rin-tin-tín, y en el colegio siempre lo dejaría con el conserje, o cuando hiciera buen tiempo, en el garaje para las bicicletas.
    Lunes, 15 de junio de 1942.
    El domingo por la tarde festejamos mi cumpleaños. Rin-tin-tín gustó mucho a mis compañeros. Me regalaron dos broches, un punto para libros y dos libros. Ahora quisiera contar algunas cosas sobre las clases y el colegio, comenzando por los alumnos.
    Betty Bloemendaal tiene aspecto de pobretona, y creo que de veras lo es, vive en la Jan Klasenstraat, una calle al oeste de la ciudad, que ninguno de nosotros sabe dónde queda.
    En el colegio es muy buena alumna, pero solo porque es muy aplicada, pues su inteligencia va dejando que desear. Es una chica bastante tranquila.
    A Jacqueline van Maarsen la consideran mi mejor amiga, pero nunca he tenido una verdadera amiga. Al principio pensé que Jacque lo sería, pero me ha decepcionado bastante.
    D. Q. [2] es una chica muy nerviosa que siempre se olvida de las cosas y a la que en el colegio dan un castigo tras otro. Es muy buena chica, sobre todo con G. Z.
    E. S. es una chica que habla tanto que termina por cansarte. Cuando te pregunta algo, siempre se pone a tocarte el pelo o los botones. Dicen que no le caigo nada bien, pero no me importa mucho, ya que ella a mí tampoco me parece demasiado simpática. Henny Mets es una chica alegre y divertida, pero habla muy alto y cuando juega en la calle se nota que todavía es una niña. Es una lástima que tenga una amiga, llamada Beppy, que influye negativamente en ella, ya que esta es una marrana y una grosera.
    J. R., a quien podríamos dedicar capítulos enteros, es una chica presumida, cuchicheadora, desagradable, que le gusta hacerse la mayor; siempre anda con tapujos y es una hipócrita. Se ha ganado a Jacqueline, lo que es una lástima. Llora por cualquier cosa, es quisquillosa y sobre todo muy melindrosa. Siempre quiere que le den la razón. Es muy rica y tiene el armario lleno de vestidos preciosos, pero que la hacen muy mayor. La tonta se cree que es muy guapa, pero es todo lo contrario. Ella y yo no nos soportamos para nada.
    Ilse Wagner es una niña alegre y divertida, pero es una quisquilla y por eso a veces un poco latosa. Ilse me aprecia mucho. Es muy guapa, pero holgazana. Hanneli Goslar, o Lies, como la llamamos en el colegio, es una chica un poco curiosa. Por lo general es tímida, pero en su casa es de lo más fresca. Todo lo que le cuentas se lo cuenta a su madre. Pero tiene opiniones muy definidas y sobre todo últimamente le tengo mucho aprecio.
    Nannie van Praag-Sigaar es una niña graciosa, bajita e inteligente. Me cae simpática.

 

Es bastante guapa. No hay mucho que comentar sobre ella.
    Eefje de Jong es muy maja. Solo tiene doce años, pero ya es toda una damisela. Me trata siempre como a un bebé. También es muy servicial, y por eso me cae muy bien. G. Z. es la más guapa del curso. Tiene una cara preciosa, pero para las cosas del colegio es bastante cortita. Creo que tendrá que repetir curso, pero eso, naturalmente, nunca se lo he dicho.
    (Añadido)
    Para gran sorpresa mía, G. Z. no ha tenido que repetir curso.
    Y la última de las doce chicas de la clase soy yo, que soy compañera de pupitre de G. Z. Sobre los chicos hay mucho, aunque a la vez poco que contar. Maurice Coster es uno de mis muchos admiradores, pero es un chico bastante pesado.
    Sallie Springer es un chico terriblemente grosero y corre el rumor de que ha copulado. Sin embargo me cae simpático, porque es muy divertido.
    Emiel Bonewit es el admirador de G. Z. , pero ella a él no le hace demasiado caso. Es un chico bastante aburrido.
    Rob Cohen también ha estado enamorado de mí, pero ahora ya no lo soporto. Es hipócrita, mentiroso, llorón, latoso, está loco y se da unos humos tremendos. Max van der Velde es hijo de unos granjeros de Medemblik, pero es un buen tipo, como diría Margot.
    Herman Koopman también es un grosero, igual que Jopie de Beer, que es un donjuán y un mujeriego.
    Leo Blom es el amigo del alma de Jopie de Beer, pero se le contagia su grosería. Albert de Mesquita es un chico que ha venido del colegio Montessori y que se ha saltado un curso. Es muy inteligente.
    Leo Slager ha venido del mismo colegio pero no es tan inteligente. Ru Stoppelmon es un chico bajito y gracioso de Almelo, que ha comenzado el curso más tarde.
    C. N. hace todo lo que está prohibido.
    Jacques Kocernoot está sentado detrás de nosotras con Pam y nos hace morir de risa (a G. y a mí).
    Harry Schaap es el chico más decente de la clase, y es bastante simpático. Werner Joseph ídem de ídem, pero por culpa de los tiempos que corren es algo callado, por lo que parece un chico un tanto aburrido.
    Sam Salomon parece uno de esos pillos arrabaleros, un granuja. (¡Otro admirador!). Appie Riem es bastante ortodoxo, pero otro mequetrefe.
    Ahora debo terminar. La próxima vez tendré muchas cosas que escribir en ti, es decir, que contarte. ¡Adiós! ¡Estoy contenta de tenerte!
    Sábado, 20 de junio de 1942.
    Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No solo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres». Me acordé de esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
    He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga.
    Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
    Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty. ¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!).
    Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo.
    Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 12 de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de preparación de mermeladas. Mi madre, Edith Holländer, también vino a Holanda en septiembre, y Margot y yo fuimos a Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot vino a Holanda en diciembre y yo en febrero, cuando me pusieron encima de la mesa como regalo de cumpleaños para Margot.
    Pronto empecé a ir al jardín de infancia del colegio Montessori, y allí estuve hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y lloramos las dos, porque yo

Había sido admitida en el liceo judío, al que también iba Margot.
    Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había quedado en Alemania seguía siendo víctima de las medidas antijudías decretadas por Hitler. Tras los pogromos de 1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con nosotros.
    Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada en las piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tampoco en los jardines de sus amigos; los judíos no pueden entrar en casa de cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido». En el verano de 1941, la abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi cumpleaños apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado para compensar los anteriores, y también tuvimos encendida la vela de la abuela.
    Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy, 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad.


 

Actividades de profundización:

1.       Lee detalladamente los siguientes capítulos y de cada uno escribe la idea principal y palabras claves.

2.       Describe a cada uno de los personajes que hay en la historia.

3.       ¿Cuál es tu punto de vista con referencia a este libro?

4.         Realiza una retrospectiva de lo leído en  todo el libro (todos los capítulos) y escribe un pequeño resumen del capítulo que más te llamó la atención y explica el por qué.

5.        Investiga qué fue lo que sucedió en el mandato de Adolfo Hitler en contra de los judíos.

 

 


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