GUÍA OCTAVA PLAN LECTOR 9°
GUÍA OCTAVA PLAN LECTOR 9°
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INSTITUCION EDUCATIVA OCTAVIO HARRY-JACQUELINE
KENNEDY DANE 105001003271 - NIT 811.018.854-4 -
COD ICFES 050963 // 725473 |
Código: FA 21 Fecha: 20/04/2020 |
Guía de aprendizaje por núcleos temáticos No 8 |
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Docente (s): |
Nayive Melo Duque |
Grados: |
9° |
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Año: |
2021 |
Período: |
3° |
Núcleo Temático: |
Plan lector |
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Objetivo de la guía de acuerdo con los objetivos de grado: |
Desarrollar las habilidades comunicativas de lectura, escritura y
expresión oral a través de un proceso integrado, con todos los temas vistos
durante el año lectivo; teniendo como base los lineamientos curriculares y
los estándares básicos de aprendizaje en el área de plan lector. |
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(Cognitiva) Relaciona, identifica, deduce
información para construir el sentido global de un texto. (Procedimental) Prevé el plan textual,
organización de ideas, tipo textual y estrategias discursivas atendiendo a
las necesidades de la producción, en un texto comunicativo particular. (Actitudinal) Desarrolla con gran compromiso
la propuesta de la guía resumen en forma responsable y puntual. |
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Indicadores de desempeño: |
1.
Realiza
ejercicios que le permiten la práctica y la teoría. 2.
Expresa desde
lo oral y escrito su pensamiento, haciendo uso de un lenguaje significativo y
fluido. |
Introducción:
¡Cordial saludo
queridos estudiantes! Es ésta guía resumen, quiero que repases y definas todos
los conceptos más importantes, con éstos temas trabajados durante todo el año
lectivo son y serán de gran aporte para afianzar tu aprendizaje en el próximo
año.
Quiero que
desarrolles cada actividad con gran empeño, constancia y disciplina.
Recuerda que eres
un ser muy importante para tu familia colegio y sociedad y por ende debes
demostrarte a ti mismo que haces las cosas con dedicación, entusiasmo y compromiso.
Sabes que puedes
despejar tus dudas a través del proceso de alternancia, en los encuentros
pedagógicos.
Ah y mi correo
es, nayivetareas11@hotmail.com no olvides
escribir en el asunto tu nombre completo y el grado, recuerda que debe ser
letra legible, ordenada (a lapicero) y con una excelente ortografía.
No olvides que, tus profes, te
queremos mucho.
Un abrazo gigantesco para ti y tu familia.
Capítulo 1 Historia de la puerta
Utterson, el notario, era un hombre de cara arrugada,
jamás iluminada por una sonrisa. De conversación escasa, fría y empachada,
retraído en sus sentimientos, era alto, flaco, gris, serio y, sin embargo, de
alguna forma, amable. En las comidas con los amigos, cuando el vino era de su
gusto, sus ojos traslucían algo eminentemente humano; algo, sin embargo, que no
llegaba nunca a traducirse en palabras, pero que tampoco se quedaba en los
mudos símbolos de la sobremesa, manifestándose sobre todo, a menudo y
claramente, en los actos de su vida.
Era austero consigo mismo: bebía ginebra, cuando estaba
solo, para atemperar su tendencia a los buenos vinos, y, aunque le gustase el
teatro, hacía veinte años que no pisaba uno. Sin embargo era de una probada
tolerancia con los demás, considerando a veces con estupor, casi con envidia,
la fuerte presión de los espíritus vitalistas que les llevaba a alejarse del
recto camino. Por esto, en cualquier situación extrema, se inclinaba más a
socorrer que a reprobar.
—Respeto la herejía de Caín —decía con agudeza—. Dejo
que mi hermano se vaya al diablo como crea más oportuno.
Por este talante, a menudo solía ser el último conocido
estimable, la última influencia saludable en la vida de los hombres encaminados
cuesta abajo; y en sus relaciones con éstos, mientras duraban las mismas,
procuraba mostrarse mínimamente cambiado.
Es verdad que, para un hombre como Utterson, poco
expresivo en el mejor sentido; no debía ser difícil comportarse de esta manera.
Para él, la amistad parecía basarse en un sentido de
genérica, benévola disponibilidad. Pero es de personas modestas aceptar sin
más, de manos de la casualidad, la búsqueda de las propias amistades; y éste
era el caso de Utterson.
Sus amigos eran conocidos desde hacía mucho o personas
de su familia; su afecto crecía con el tiempo, como la yedra, y no requería
idoneidad de su objeto.
La amistad que lo unía a Richard Enfield, el conocido
hombre de mundo, era sin duda de este tipo, ya que Enfield era pariente lejano
suyo; resultaba para muchos un misterio saber qué veían aquellos dos uno en el
otro o qué intereses podían tener en común. Según decían los que los
encontraban en sus paseos dominicales, no intercambiaban ni una palabra,
aparecían particularmente deprimidos y saludaban con visible alivio la llegada
de un amigo. A pesar de todo, ambos apreciaban muchísimo estas salidas, las
consideraban el mejor regalo de la semana, y, para no renunciar a las mismas,
no sólo dejaban cualquier otro motivo de distracción, sino que incluso los
compromisos más serios.
Sucedió que sus pasos los condujeron durante uno de
estos vagabundeos, a una calle de un barrio muy poblado de Londres. Era una
calle estrecha y, los domingos, lo que se dice tranquila, pero animada por
comercios y tráfico durante la semana. Sus habitantes ganaban bastante, por lo
que parecía, y, rivalizando con la esperanza de que les fuera mejor, dedicaban
sus excedentes al adorno, coqueta muestra de prosperidad: los comercios de las
dos aceras tenían aire de invitación, como una doble fila de sonrientes
vendedores. Por lo que incluso el domingo, cuando velaba sus más floridas
gracias, la calle brillaba, en contraste con sus adyacentes escuálidas, como un
fuego en el bosque; y con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces
relucientes, su aire alegre y limpio atraía y seducía inmediatamente la vista
del paseante.
A dos puertas de una esquina, viniendo del oeste, la
línea de casas se interrumpía por la entrada de un amplio patio; y, justo al
lado de esta entrada, un pesado, siniestro edificio sobresalía a la calle su
frontón triangular. Aunque fuera de dos pisos, este edificio no tenía ventanas:
sólo la puerta de entrada, algo más abajo del nivel de la calle, y una fachada
ciega de revoque descolorido. Todo el edificio, por otra parte, tenía las
señales de un prolongado y sórdido abandono. La puerta, sin aldaba ni
campanilla, estaba rajada y descolorida; vagabundos encontraban cobijo en su
hueco y raspaban fósforos en las hojas, niños comerciaban en los escalones, el
escolar probaba su navaja en las molduras, y nadie había aparecido, quizás
desde hace una generación, a echar a aquellos indeseables visitantes o a
arreglar lo estropeado.
Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la
calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón
indicando:
— ¿Os habéis fijado en esa puerta? —preguntó. Y añadió
a la respuesta afirmativa del otro—: Está asociada en mi memoria a una historia
muy extraña.
— ¿Ah, sí? —Dijo Utterson con un ligero cambio de voz—.
¿Qué historia?
—Bien —dijo Enfield—, así fue. Volvía a casa a pie de
un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de
invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había
más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle
tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia.
Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese
particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un
policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que
venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era
una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.
»Bien, señor —prosiguió Enfield—, fue bastante natural
que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más
horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino,
dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno.
No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut… Yo me puse a
correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un
grupo de Personas alrededor de la niña que gritaba.
»Él se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima
resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la
sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que
resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el
mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien
asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si
no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi
caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es
natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del
médico, o boticario que fuese.
»Era —explicó Enfield—, el clásico tipo estirado, sin
color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco.
Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de
náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo.
Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo
el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal
escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a
rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido.
Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego,
teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías.
Jamás he visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa
especie de mueca negra y fría.
»Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de
arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo!
»Al final nos dijo: "¡Pagaré, si es lo que
queréis! Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra
cantidad." La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña,
y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que
él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.
»Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde
creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.
»Sacó la llave —continuó Enfield—, entró y volvió al
poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque
era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo
decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las
formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si
la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese
auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro caballero
que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no
entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos
instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien
esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus
anchas. "No se preocupen —dijo—, me quedaré aquí hasta que abran los
bancos y cobraré el cheque personalmente". De esta forma nos pusimos en
marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a
esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos
juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar
que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.
— ¡Huy, huy! —dijo Utterson.
—Veo que pensáis igual que yo —dijo Enfield—. Sí, una
historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada,
un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona
de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas
buenas personas que "hacen el bien", como suele decirse…
»Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar
un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la
casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no
es suficiente para explicar todo… —concluyó perplejo y quedándose luego
pensativo.
Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le
preguntó algo bruscamente:
— ¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?
—Un lugar poco probable, ¿no creéis? — Replicó
Enfield—. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en
una plaza, pero no recuerdo en cuál.
— ¿Y no os habéis informado nunca sobre…, sobre la casa
tras la puerta?
—No, señor, me pareció poco delicado — fue la
respuesta—. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del
juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis
tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras,
hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el
último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido.
No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos
pregunto.
—Norma excelente —dijo el notario.
—Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —retomó
Enfield—. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni
sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura.
Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera
planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están
limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe
vivir alguien. Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al
patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.
Y los dos siguieron paseando en silencio.
—Enfield —dijo Utterson después de un rato—, vuestra
norma es excelente.
—Sí, así lo creo —replicó Enfield.
—Sin embargo, a pesar de todo —continuó el notario—,
hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que
pisoteó a la niña.
— ¡Bah! dijo Enfield—, no veo qué mal hay en decíroslo.
El hombre se llamaba Hyde.
— ¡Huy! —Hizo Utterson—. ¿Y qué aspecto tiene?
—No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su
aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a
ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué.
Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de
deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño
está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo
empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso,
puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.
El notario se quedó absorto y taciturno, como si
siguiera el hilo de sus reflexiones.
—¿Estáis seguro de que tenía la llave? —dijo al final.
—Pero ¿y esto? —dijo Enfield sorprendido.
—Si, lo sé —dijo Utterson—, lo sé que parece extraño.
Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque
ya lo conozco. Vuestra historia… ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por
esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.
—Me molesta que no me lo hayáis advertido antes —dijo
el otro con una pizca de reproche—. Pero soy pedantemente preciso, usando
vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he
visto cómo la usaba hace menos de una semana.
Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una
palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:
—He recibido otra lección sobre la importancia de estar
callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!… Pero escuchad, hagamos
un pacto de no hablar más de esta historia.
—De acuerdo, Richard —dijo el notario—. No
hablaremos más.
Capítulo
2 En busca de Hyde
Cuando por la noche volvió a su casa de soltero,
Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos,
después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro
de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba
las campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con
reconocimiento a la cama.
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa,
cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de
un rincón un sobre con el rótulo "Testamento del Dr. Jekyll", y se
sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque
aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima
asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte
de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad
Real, etc., todos sus bienes pasarían a su "amigo y benefactor Edward
Hyde", sino que, en caso de que el doctor Jekyll "desapareciese o
estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de
calendario"; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos
los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única
obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una
pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de
costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la
vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra
parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le
indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La
situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre
sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada
cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los
vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba
imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
—Pensaba que fuese locura —dijo reponiendo en la caja
fuerte el deplorable documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a
Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras
celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor
Lanyon, su amigo. "Si alguien sabe algo es Lanyon", había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con
deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico
estaba sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una
cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente
blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla
para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás
algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos
amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos
tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue,
siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del
menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
—Lanyon —dijo—, tú y yo somos los amigos más viejos de
Henry Jekyll, ¿no? —Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes —bromeó
Lanyon—, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que
hace mucho tiempo que no lo veo.
— ¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes
—dijo Utterson.
—Los teníamos —fue la respuesta—, pero luego Henry
Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años
acá ha empezado a razonar, o
más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus
trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que
prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante —añadió poniéndose de
repente rojo— ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
"Habrán discutido por alguna cuestión
médica", pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas
(salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: "¡Y si no es
esto!" Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de
soltarle la pregunta por la que había venido:
— ¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal…
protegido de Jekyll, llamado Hyde?
— ¿Hyde? —Repitió Lanyon—. No. Nunca lo he oído
nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó
a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una
parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron
grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por
preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la
iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más
aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se
encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación
de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una
serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera
de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza
rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos
Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa
por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa
rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños;
luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama,
y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso
el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus
obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella
figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se
adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas
dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos
cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a
una niña y dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los
sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que
Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy
fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si
hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás
disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven
de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña
inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa
incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que
valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro
al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un
persistente sentimiento de odio.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa
puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina;
a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche
bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas
solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de
guardia.
"Si él es el señor Esconde —había pensado—, yo
seré el señor Busca". Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en
el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y
las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban
una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los
comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de
Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los
ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón
se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la
vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando,
de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de mis reconocimientos nocturnos ya se
había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona,
aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo
de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un
modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso
presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido
creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson
pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo
de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir
más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era
de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto
a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo
y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su
casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
— ¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con
una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase
la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
—Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
—Veo que vais a entrar —contestó el notario—. Soy un
viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre,
supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
—Si buscáis a Jekyll no está no está en casa —contestó
Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza—:
¿Cómo me habéis reconocido?
— ¿Me haríais un favor? — Dijo Utterson
— ¿Cómo no? —contestó el otro. ¿Qué favor?
—Dejadme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión
imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron
mirándose durante unos momentos.
—Así os habré visto —dijo Utterson—. Podrá valerme en
otra ocasión.
—Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó
Hyde—. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección —añadió dando el
nombre y el número de una calle de Soho.
"Buen Dios! —se dijo el notario—, ¿es posible que
también él haya pensado en el testamento?" Se guardó esta sospecha y se
limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
—Y ahora decidme —dijo el otro—. ¿Cómo me habéis
reconocido?
—Alguien os describió —fue la respuesta.
— ¿Quién?
—Tenemos amigos comunes —dijo Utterson.
— ¿Amigos comunes? — Hizo eco Hyde con una voz un poco
ronca—. ¿Y quiénes serían?
—Jekyll, por ejemplo —dijo el notario.
— ¡Él no me ha descrito nunca a nadie! — Gritó Hyde con
imprevista ira—. ¿No pensaba que me mintieseis!
—Vamos, vamos, no se debe hablar así —dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y
un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y
había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había
dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a
la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente,
como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema
parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de
deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante,
se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con
una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que
aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo
que habían sobrecogido a Utterson.
"Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy
seguro de que la hay —se repetía perplejo el notario—. Sólo que no consigo
darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de
troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación
de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma?
¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma
de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo."
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina,
había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos
pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y
oficios: pequeños impresores, arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes
de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina,
no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo,
aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la
media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante
esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
— ¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? — preguntó el
notario.
—Voy a ver, señor Utterson —dijo Poole, haciendo entrar
al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra,
calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y
decorado con viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego,
señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
—Aquí, gracias —dijo el notario acercándose a la
chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson
solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un
escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria.
Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura
disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en
la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en
el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para
anunciar que el doctor Jekyll había salido.
—He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la
vieja sala anatómica —dijo—. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en
casa?
—Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde
tiene la llave.
—Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese
joven, Poole —comentó el notario con una mueca.
—Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole—. Todos
nosotros tenemos orden de obedecerle.
—Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? — preguntó
Utterson.
—Pues, claro que no, señor —dijo el otro— El no viene
nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene
y sale por el laboratorio.
—Bien, buenas noches, Poole.
—Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un
puño.
"¡Pobre Harry Jekyll —pensó—, tengo miedo de que
esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte,
y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce
prescripción…"
"Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una
vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después
de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el
error."
Impresionado por esta idea, el notario se puso a
analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi
esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente
alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos
podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin
embargo ¿Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación,
apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas
otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había
evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo
de esperanza.
"A este señorito Hyde —se dijo—, si se le estudia
de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su
apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll
resplandecerían como la luz del sol."
"Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos
pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de
Harry… ¡Pobre Harry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe
o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar…"
"¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese
ayudarle!"
"¡Sí! ¡Si al menos me lo permitiese!", se
repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en
transparencia, las extrañas cláusulas del testamento
Capítulo 4 El homicidio
Carew
Casi un año después, en octubre de 18… todo Londres era
un rumor por un delito horrible, no menos execrable por su crueldad que por la
personalidad de la víctima. Los particulares que se conocieron fueron pocos
pero atroces.
Hacia las once, una camarera que vivía sola en una casa
no muy lejos del río, había subido a su habitación para ir a la cama. A esa
hora, aunque más tarde una cerrada niebla envolviese la ciudad, el cielo estaba
aún despejado, y la calle a la que daba la ventana de la muchacha estaba muy
iluminada por el plenilunio.
Hay que suponer que la muchacha tuviese inclinaciones
románticas, ya que se sentó en el baúl, que tenía arrimado al alféizar, y se
quedó allí soñando y mirando a la calle.
Nunca (como luego repitió entre lágrimas, al contar esa
experiencia), nunca se había sentido tan en paz con todos ni mejor dispuesta
con el mundo. Y he aquí que, mientras estaba sentada, vio a un anciano y
distinguido señor de pelo blanco que subía por la calle, mientras otro señor
más bien pequeño, y al que prestó poca atención al principio, venía por la
parte opuesta. Cuando los dos llegaron al punto de cruzarse (y esto
precisamente debajo de la ventana), el anciano se desvió hacia el otro y se
acercó, inclinándose con gran cortesía. No tenía nada importante que decirle,
por lo que parecía; probablemente, a juzgar por los gestos, quería sólo
preguntar por la calle; pero la luna le iluminaba la cara mientras hablaba, y
la camarera se encantó al verlo, por la benignidad y gentileza a la antigua que
parecía despedir, no sin algo de estirado, como por una especie de bien fundada
complacencia de sí.
Dirigiendo luego la atención al otro paseante, la
muchacha se sorprendió al reconocer a un tal señor Hyde, que había visto una
vez en casa de su amo y no le había gustado nada. Este tenía en la mano un
bastón pesado, con el que jugaba, pero no respondía ni una palabra y parecía
escuchar con impaciencia apenas contenida.
Y luego, de repente, estalló en un acceso de cólera,
dando patadas en el suelo, blandiendo su bastón y comportándose (según la
descripción de la camarera) absolutamente como un loco.
El anciano caballero dio un paso atrás, con aire de
quien está muy extrañado y también bastante ofendido; a esto el señor Hyde se
desató del todo y lo tiró al suelo de un bastonazo. Inmediatamente después con
la furia de un mono, saltó sobre él pisoteándolo y descargando encima una
lluvia de golpes, bajo los cuales se oía cómo se rompían los huesos y el cuerpo
resollaba en la calle. La camarera se desvaneció por el horror de lo visto y de
lo oído.
Eran las dos cuando volvió en sí y llamó a la policía.
El asesino hacía ya tiempo que se había ido, pero la víctima estaba todavía
allí en medio de la calle, en un estado horrible. El bastón con el que le
habían matado, aunque de madera dura y pesada, se había partido en dos en el
desencadenamiento de esa insensata violencia; y una mitad astillada había
rodado hasta la cuneta, mientras la otra, sin duda, se había quedado en manos
del asesino. El cadáver llevaba encima un monedero y un reloj de oro, pero
ninguna tarjeta o documento, a excepción de una carta cerrada y franqueada, que
la víctima probablemente llevaba a correos y que ponía el nombre y la dirección
del señor Utterson.
El notario estaba aún en la cama cuando le llevaron
esta carta, pero, apenas la tuvo bajo sus ojos y le informaron de las
circunstancias, se quedó muy serio.
—No puedo decir nada hasta que no haya visto el cadáver
—dijo—, pero tengo miedo de tener que daros una pésima noticia. Tened la
cortesía de esperar a que me vista.
Con el aspecto serio, después de un rápido desayuno,
dijo que le pidieran un coche de caballos y se hizo conducir a la comisaría,
adonde habían llevado el cadáver. Al verlo, admitió:
—Sí, lo reconozco —dijo—, y me duele anunciaros que se
trata de Sir Danvers Carew.
— ¡Dios mío!, ¿pero cómo es posible? —exclamó
consternado el funcionario. Luego sus ojos se encendieron de ambición
profesional—. Es un delito que hará mucho ruido. ¿Vos podríais ayudarnos a
encontrar a ese Hyde? —dijo.
Y, referido brevemente el testimonio de la camarera,
mostró el bastón partido.
Utterson se había quedado pálido al oír el nombre de
Hyde, pero al ver el bastón ya no tenía dudas; por roto y astillado que
estuviera, era un bastón que él mismo había regalado a Henry Jekyll, hacía
muchos años.
— ¿Ese Hyde es una persona de baja estatura? —pregunté.
—Muy pequeño y de aspecto mal encarado, al menos es lo
que dice la camarera.
Utterson reflexionó un instante con la cabeza gacha,
luego miró al funcionario.
—Tengo un coche ahí fuera —dijo—. Si venís conmigo,
creo que puedo llevaros a su casa.
Eran ya las nueve de la mañana y la primera niebla de
la estación pesaba sobre la ciudad como un gran manto color chocolate. Pero el
viento batía y demolía continuamente esos contrafuertes de humo; de tal forma
que Utterson, mientras avanzaba el coche lentamente de calle en calle, podía
contemplar crepúsculos de una sorprendente diversidad de gradación y matices:
aquí dominaba el negro de una noche ya cerrada, allí se encendían resplandores
de oscura púrpura, como un extenso y extraño incendio, mientras más adelante,
lacerando un momento la niebla, una imprevista y lívida luz diurna penetraba
entre las deshilachadas cortinas.
Visto en estos cambiantes escorzos, con sus calles
fangosas y sus paseantes desaliñados, con sus farolas no apagadas desde la
noche anterior o encendidas de prisa para combatir esa nueva invasión de
oscuridad, el oscuro barrio de Soho se le aparecía a Utterson como recortado en
una ciudad de pesadilla. Sus mismos pensamientos, por otra parte, eran de
tintes oscuros, y, si miraba al funcionario que tenía al lado, sentía que le
sobrecogía ese terror que la ley y sus ejecutores infunden a veces hasta en los
más inocentes.
Cuando el coche se paró en la dirección indicada, la
niebla se levantó un poco descubriendo un miserable callejón con una tasca de
vino, un equívoco restaurante francés, una tienducha de verduras y periódicos
de un sueldo, niños piojosos agachados en las puertas y muchas mujeres de
distinta nacionalidad que se iban, con la llave de casa en mano, a beber su
ginebra matutina. Un instante después la niebla había caído de nuevo, negra
como la tierra de sombra, aislando al notario de esos miserables contornos.
¡Aquí vivía el favorito de Henry Jekyll, el heredero de
un cuarto de millón de esterlinas!
Una vieja de cara de marfil y cabellos de plata vino a
abrir la puerta. Tenía mala pinta, de una maldad suavizada por la hipocresía,
pero sus modales eran educados. Sí, dijo, el señor Hyde vive aquí, pero no está
en casa; había vuelto muy tarde por la noche y apenas hacía una hora que había
salido de nuevo; en esto no había nada de extraño, ya que sus costumbres eran
muy irregulares y a menudo estaba ausente; por ejemplo, antes de ayer ella no
le había visto desde hacía dos meses.
—Bien, entonces querríamos ver sus habitaciones —dijo
el notario y, cuando la mujer se puso a protestar que era imposible, cortó por
lo sano—: El señor viene conmigo, os lo advierto, es el inspector Newcomen, de
Scotland Yard.
Un relámpago de odiosa satisfacción iluminó la cara de
la mujer, que dijo: ¡Ah, metido en líos! ¿Qué ha Hecho?
Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
—Parece que es un tipo no muy querido —observó el
funcionario—. Y ahora, buena mujer, déjenos echar un vistazo.
De toda la casa, en la que, aparte de la mujer no vivía
nadie más, Hyde se había reservado sólo un par de habitaciones; pero éstas
estaban amuebladas con lujo y buen gusto. En una alacena había vinos de
calidad, los cubiertos eran de plata, los manteles muy finos; había colgado
probablemente, pensó Utterson, un regalo de Henry Jekyll, que era un amante del
arte); y las alfombras, muchísimas, eran de colores agradablemente variados.
Sin embargo, las dos habitaciones estaban patas arriba
y mostraban que habían sido bien registradas. En el suelo se amontonaba ropa
con los bolsillos al revés; varios cajones habían quedado abiertos; y en la
chimenea, donde parecía que habían quemado muchos papeles, había un montón de
ceniza del que el inspector recuperó el canto y las matrices quemadas de un
talonario verde de cheques. Detrás de una puerta se encontró la otra mitad del
bastón, con complacencia del inspector, que así tuvo en la mano una prueba
decisiva. Y una visita al banco, donde aún había en la cuenta del asesino unos
miles de esterlinas, completó la satisfacción del funcionario.
— ¡Ya lo tengo cogido, estad seguro, señor!—dijo a
Utterson—. Pero debe haber perdido la cabeza, al haber dejado allí el bastón,
y, aún más, al haber quemado el talonario de cheques. ¡Eh, sin dinero no puede
seguir! Así que no nos queda nada más que esperarlo en el banco y enviar
mientras tanto su descripción.
Pero el optimismo del inspector se revelaría excesivo.
A Hyde le conocían pocas personas (el mismo amo de la camarera testigo del
delito lo había visto dos veces en total), y de su familia no se encontró
rastro; nunca se le había fotografiado; y los pocos que le habían encontrado
dieron descripciones contradictorias, como a menudo sucede en estos casos. En
algo estaban todos de acuerdo: el fugitivo dejaba una impresión de monstruosa
pero inexplicable deformidad.
Capítulo 5 El incidente de la carta
Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del
doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través
de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja
construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala
anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de
un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había
cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.
El notario, que era la primera vez que venía recibido en
esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin
ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza
atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados
estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos
químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se
filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la
sala, una pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por
esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y
cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía
luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio
común. Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en
la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí,
junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se
levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano
helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
— ¿Y ahora? — Dijo Utterson apenas se fue Poole—. ¿Has
oído la noticia?
Jekyll se estremeció visiblemente.
—Estaba en el comedor —murmuró—, cuando he oído gritar
a los vendedores de periódicos en la plaza.
—Sólo una cosa —dijo el notario—. Carew era cliente
mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan
loco que quieras ocultar a ese individuo!
—Utterson, lo juro por Dios —gritó el médico—, juro por
Dios que ya no lo volveré a ver. Te prometo por mi honor que ya no tendré nada
que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene
necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a
salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le
gustaba nada el aire febril de Jekyll.
—Espero por ti que así sea —dijo—. Saldría tu nombre,
si se llega a procesarlo.
—Estoy convencido de ello —dijo el médico—, aunque no
pueda contarte las razones. Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar.
He…, he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera
dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de
nadie.
— ¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la
policía tras su pista?
—No, he acabado con Hyde y ya no me importa él —dijo
con fuerza Jekyll—. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto
abominable.
Utterson se quedó un momento rumiando.
Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
—Bien —dijo al final—, veamos la carta.
La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en
una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll
benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido
pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste
disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de
esta carta, que ponía la relación entre los dos bajo una luz más favorable de
lo que hubiese imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
— ¿Tienes el sobre? —preguntó.
—No —dijo Jekyll—. Lo quemé sin pensar en lo que hacía.
Pero no traía matasellos. Fue entregada en mano.
— ¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
—Haz libremente lo que creas mejor —Fue la respuesta—.
Yo ya he perdido toda confianza en mí.
—Bien, lo pensaré —replicó el notario—. Pero dime una
cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible desaparición tuya, te la
dictó Hyde?
El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero
apretó los dientes y admitió.
—Lo sabía — dijo Utterson—. ¡Tenía intención de
asesinarte! ¡Te has escapado de buena!
— ¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una
lección… ¡Ah, qué lección! —dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las
manos.
Al salir, el notario se paró a intercambiar unas
palabras con Poole.
—Por cierto —dijo—, sé que han traído hoy, en mano, una
carta. ¿Quién la trajo?
Pero ese día no había llegado otra correspondencia que
la de correos, afirmó resueltamente Poole.
—Y sólo circulares —añadió.
Con esta noticia, el visitante sintió que reaparecían
todos sus temores. Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta
del laboratorio; más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las
cosas eran así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
"¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de
un miembro del Parlamento!", gritaban mientras tanto los vendedores de
periódicos en la calle.
Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el
notario. Y no pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el
escándalo. La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de
que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un
consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir
directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.
Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado
de la chimenea, y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor
Guest, su oficial. En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien
calculada del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado
mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla
seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían
como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas,
rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso.
Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se
habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como
el matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un
resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la colina,
iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se
relajaron los nervios del notario. No había nadie con quien mantuviera menos
secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber
mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos de
trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de Hyde como
íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones. ¿No valía la pena que
viese esa carta clarificadora del misterio? Además, siendo un apasionado y un
buen experto en grafología, la confianza le habría parecido totalmente natural.
El oficial, por otra parte, era persona de sabio consejo; difícilmente habría
podido leer ese documento tan extraño sin dejar de hacer una observación: y
quizás así, vete a saber, Utterson habría encontrado la sugerencia que buscaba.
—Un triste lío —dijo— lo de Sir Danvers.
—Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación
—dijo el señor Guest—. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
—Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un
documento, una carta de su puño y letra —dijo Utterson—. Se entiende que este
escrito queda entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un
lío feo es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece
hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.
Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante
después ya estaba inmerso en el examen de la carta, que estudió con un apasionado
interés.
—No, señor —dijo al final—. No está loco. Pero tiene
una caligrafía muy extraña.
—Es extraña desde todos los puntos de vista —dijo
Utterson.
Justo en ese momento entró un criado con una nota.
— ¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido
reconocer la caligrafía en el sobre —se interesó el oficial mientras el notario
desdoblaba el papel— ¿Algo privado, señor Utterson?
—Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
—Sólo un momento, gracias —dijo el señor Guest.
Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una
minuciosa comparación.
—Gracias —repitió al final devolviendo ambos—. Un
autógrafo muy interesante.
Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar
consigo mismo.
— ¿Por qué los habéis comparado, Guest? —preguntó
luego, de repente.
—Bien, señor —dijo el otro, hay un parecido muy
singular; las dos caligrafías tienen una inclinación distinta, pero por lo
demás son casi idénticas.
—Muy curioso —dijo Utterson.
—Es un hecho, como decís, muy curioso — dijo el señor
Guest.
—Por lo que yo no hablaría de esta carta.
—No —dijo el señor Guest—. Ni yo tampoco, señor.
Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la
carta en la caja fuerte y decidió dejarla allí. "¡Misericordia! —pensó—.
¡Henry Jekyll falsario, a favor de un asesino!" Y la sangre se le heló en
las venas.
El Diario de Ana Frank
2 de junio de 1942.
Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido
hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.
28 de septiembre de 1942 (Añadido)
Hasta ahora has sido para mí un gran apoyo, y también
Kitty, a quien escribo regularmente. Esta manera de escribir en mi diario me
agrada mucho más y ahora me cuesta esperar cada vez a que llegue el momento
para sentarme a escribir en ti.
¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!
Domingo, 14 de junio de 1942.
Lo mejor será que empiece desde el momento en que te
recibí, o sea, cuando te vi en la mesa de los regalos de cumpleaños (porque
también presencié el momento de la compra, pero eso no cuenta).
El viernes 12 de junio, a las seis de la mañana ya me
había despertado, lo que se entiende, ya que era mi cumpleaños. Pero a las seis
todavía no me dejan levantarme, de modo que tuve que contener mi curiosidad
hasta las siete menos cuarto. Entonces ya no pude más: me levanté y me fui al
comedor, donde Moortjebió haciéndome carantoñas.
Poco después de las siete fui a saludar a papá y mamá,
y luego al salón, a desenvolver los regalos; lo primero que vi fuiste tú, y
quizá hayas sido uno de mis regalos más bonitos. Luego un ramo de rosas y dos
ramas de peonías. Papá y mamá me regalaron una blusa azul, un juego de mesa,
una botella de zumo de uva que a mi entender sabe un poco a vino (¿acaso el
vino no se hace con uvas?), un rompecabezas, un tarro de crema, un billete de
2,50 florines y un vale para comprarme dos libros. Luego me regalaron otro
libro, La cámara oscura, de Hildebrand (pero como Margot ya lo tiene he ido a
cambiarlo), una bandeja de galletas caseras (hechas por mí misma, porque
últimamente se me da muy bien eso de hacer galletas), muchos dulces y una tarta
de fresas hecha por mamá. También una carta de la abuela, que ha llegado justo
a tiempo; pero eso, naturalmente, ha sido casualidad.
Entonces pasó a buscarme Hanneli y nos fuimos al
colegio. En el recreo convidé a galletas a los profesores y a los alumnos, y
luego tuvimos que volver a clase. Llegué a casa a las cinco, pues había ido a
gimnasia (aunque no me dejan participar porque se me dislocan fácilmente los
brazos y las piernas) y como juego de cumpleaños elegí el voleibol para que
jugaran mis compañeras. Al llegar a casa ya me estaba esperando Sanne Lederman.
A Ilse Wagner, Hanneli Goslar y Jacqueline van Maarsen las traje conmigo de la
clase de gimnasia, porque son compañeras mías del colegio. Hanneli y Sanne eran
antes mis mejores amigas, y cuando nos veían juntas, siempre nos decían: «Ahí
van Anne, Hanne y Sanne». A Jacqueline van Maarsen la conocí hace poco en el
liceo judío y es ahora mi mejor amiga. Ilse es la mejor amiga de Hanneli, y
Sanne va a otro colegio, donde tiene sus amigas.
El club me ha regalado un libro precioso, Sagas y
leyendas neerlandesas. pero por equivocación me han regalado el segundo tomo, y
por eso he cambiado otros dos libros por el primer tomo. La tía Helene me ha
traído otro rompecabezas, la tía Stephanie un broche muy mono y la tía Leny, un
libro muy divertido, Las vacaciones de Daisy en la montaña. Esta mañana, cuando
me estaba bañando, pensé en lo bonito que sería tener un perro como
Rin-tin-tín. Yo también lo llamaría Rin-tin-tín, y en el colegio siempre lo
dejaría con el conserje, o cuando hiciera buen tiempo, en el garaje para las
bicicletas.
Lunes, 15 de junio de 1942.
El domingo por la tarde festejamos mi cumpleaños.
Rin-tin-tín gustó mucho a mis compañeros. Me regalaron dos broches, un punto
para libros y dos libros. Ahora quisiera contar algunas cosas sobre las clases
y el colegio, comenzando por los alumnos.
Betty Bloemendaal tiene aspecto de pobretona, y creo
que de veras lo es, vive en la Jan Klasenstraat, una calle al oeste de la
ciudad, que ninguno de nosotros sabe dónde queda.
En el colegio es muy buena alumna, pero solo porque es
muy aplicada, pues su inteligencia va dejando que desear. Es una chica bastante
tranquila.
A Jacqueline van Maarsen la consideran mi mejor amiga,
pero nunca he tenido una verdadera amiga. Al principio pensé que Jacque lo
sería, pero me ha decepcionado bastante.
D. Q. [2] es una chica muy nerviosa que siempre se
olvida de las cosas y a la que en el colegio dan un castigo tras otro. Es muy
buena chica, sobre todo con G. Z.
E. S. es una chica que habla tanto que termina por
cansarte. Cuando te pregunta algo, siempre se pone a tocarte el pelo o los
botones. Dicen que no le caigo nada bien, pero no me importa mucho, ya que ella
a mí tampoco me parece demasiado simpática. Henny Mets es una chica alegre y
divertida, pero habla muy alto y cuando juega en la calle se nota que todavía
es una niña. Es una lástima que tenga una amiga, llamada Beppy, que influye
negativamente en ella, ya que esta es una marrana y una grosera.
J. R., a quien podríamos dedicar capítulos enteros, es
una chica presumida, cuchicheadora, desagradable, que le gusta hacerse la
mayor; siempre anda con tapujos y es una hipócrita. Se ha ganado a Jacqueline,
lo que es una lástima. Llora por cualquier cosa, es quisquillosa y sobre todo
muy melindrosa. Siempre quiere que le den la razón. Es muy rica y tiene el
armario lleno de vestidos preciosos, pero que la hacen muy mayor. La tonta se
cree que es muy guapa, pero es todo lo contrario. Ella y yo no nos soportamos
para nada.
Ilse Wagner es una niña alegre y divertida, pero es una
quisquilla y por eso a veces un poco latosa. Ilse me aprecia mucho. Es muy
guapa, pero holgazana. Hanneli Goslar, o Lies, como la llamamos en el colegio,
es una chica un poco curiosa. Por lo general es tímida, pero en su casa es de
lo más fresca. Todo lo que le cuentas se lo cuenta a su madre. Pero tiene
opiniones muy definidas y sobre todo últimamente le tengo mucho aprecio.
Nannie van Praag-Sigaar es una niña graciosa, bajita e
inteligente. Me cae simpática.
Es bastante guapa. No hay mucho que
comentar sobre ella.
Eefje de Jong es muy maja. Solo tiene doce años, pero
ya es toda una damisela. Me trata siempre como a un bebé. También es muy
servicial, y por eso me cae muy bien. G. Z. es la más guapa del curso. Tiene
una cara preciosa, pero para las cosas del colegio es bastante cortita. Creo
que tendrá que repetir curso, pero eso, naturalmente, nunca se lo he dicho.
(Añadido)
Para gran sorpresa mía, G. Z. no ha tenido que repetir
curso.
Y la última de las doce chicas de la clase soy yo, que
soy compañera de pupitre de G. Z. Sobre los chicos hay mucho, aunque a la vez
poco que contar. Maurice Coster es uno de mis muchos admiradores, pero es un
chico bastante pesado.
Sallie Springer es un chico terriblemente grosero y
corre el rumor de que ha copulado. Sin embargo me cae simpático, porque es muy
divertido.
Emiel Bonewit es el admirador de G. Z. , pero ella a él
no le hace demasiado caso. Es un chico bastante aburrido.
Rob Cohen también ha estado enamorado de mí, pero ahora
ya no lo soporto. Es hipócrita, mentiroso, llorón, latoso, está loco y se da
unos humos tremendos. Max van der Velde es hijo de unos granjeros de Medemblik,
pero es un buen tipo, como diría Margot.
Herman Koopman también es un grosero, igual que Jopie
de Beer, que es un donjuán y un mujeriego.
Leo Blom es el amigo del alma de Jopie de Beer, pero se
le contagia su grosería. Albert de Mesquita es un chico que ha venido del
colegio Montessori y que se ha saltado un curso. Es muy inteligente.
Leo Slager ha venido del mismo colegio pero no es tan
inteligente. Ru Stoppelmon es un chico bajito y gracioso de Almelo, que ha
comenzado el curso más tarde.
C. N. hace todo lo que está prohibido.
Jacques Kocernoot está sentado detrás de nosotras con
Pam y nos hace morir de risa (a G. y a mí).
Harry Schaap es el chico más decente de la clase, y es
bastante simpático. Werner Joseph ídem de ídem, pero por culpa de los tiempos
que corren es algo callado, por lo que parece un chico un tanto aburrido.
Sam Salomon parece uno de esos pillos arrabaleros, un
granuja. (¡Otro admirador!). Appie Riem es bastante ortodoxo, pero otro
mequetrefe.
Ahora debo terminar. La próxima vez tendré muchas cosas
que escribir en ti, es decir, que contarte. ¡Adiós! ¡Estoy contenta de tenerte!
Sábado, 20 de junio de 1942.
Para alguien como yo es una sensación muy extraña
escribir un diario. No solo porque nunca he escrito, sino porque me da la
impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las
confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual,
tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez
unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres». Me acordé de
esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la
cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o
quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba.
Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle
nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no
ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el
amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
He llegado al punto donde nace toda esta idea de
escribir un diario: no tengo ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación,
porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el
mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de
dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas.
Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o
que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través
de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y
un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las
chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca
hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de
cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta
de confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y
lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la
amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como
hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa
amiga se llamará Kitty. ¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de
olvidármela!).
Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a
Kitty si lo hiciera así, sin ninguna introducción, tendré que relatar
brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo.
Mi padre, el más bueno de todos los padres que he
conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con mi madre, que
tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort
del Meno. El 12 de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort hasta los
cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda en
1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de
preparación de mermeladas. Mi madre, Edith Holländer, también vino a Holanda en
septiembre, y Margot y yo fuimos a Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot
vino a Holanda en diciembre y yo en febrero, cuando me pusieron encima de la
mesa como regalo de cumpleaños para Margot.
Pronto empecé a ir al jardín de infancia del colegio
Montessori, y allí estuve hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer
curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora.
Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y lloramos las dos, porque
yo
Había sido admitida en el
liceo judío, al que también iba Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya
que el resto de la familia que se había quedado en Alemania seguía siendo
víctima de las medidas antijudías decretadas por Hitler. Tras los pogromos de
1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y salvos a Norteamérica;
mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con
nosotros.
Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron
definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión
alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas
antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los
judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no
les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche,
tampoco en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde
las tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía; no
pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la
madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros
lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada en las
piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les
está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte
en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las
ocho de la noche, tampoco en los jardines de sus amigos; los judíos no pueden
entrar en casa de cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas
por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos
hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a
hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido». En el verano de 1941, la
abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi cumpleaños apenas lo
festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado
la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que
pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos
festejado para compensar los anteriores, y también tuvimos encendida la vela de
la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos
llegado al día de hoy, 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con
toda solemnidad.
Actividades
de profundización:
1. Lee detalladamente los siguientes
capítulos y de cada uno escribe la idea principal y palabras claves.
2. Describe a cada uno de los personajes
que hay en la historia.
3. ¿Cuál es tu punto de vista con
referencia a este libro?
4. Realiza una retrospectiva de lo leído en todo el
libro (todos los capítulos) y escribe un pequeño resumen del capítulo que más
te llamó la atención y explica el por qué.
5. Investiga qué fue lo que sucedió en el
mandato de Adolfo Hitler en contra de los judíos.
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